lunes, 25 de julio de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XII


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XII

Escrito por: Adrián Granatto





21 de junio de 2011

Me siento un estúpido.
La decisión de suicidarme no fue un acto de cobardía; fue un acto de amor para cuidar de la persona que más quería en mi vida. Creí que de esa manera la ponía a salvo.
Pero no fue así.
Y ahora Jessy está en manos de Carvajal.
Gracias a Dios, mi madre no caerá en sus garras…


Ella falleció un año y medio después de mi partida a Nérida. Saber que su salud ya se encontraba deteriorada no me ayudó a mimetizar el dolor de sentirme culpable por su muerte. Sé que le rompí el corazón al marcharme.
En el cementerio me conmoví por la cantidad de gente reunida para darle el último adiós. Un sol radiante engalanaba aquella mañana, contrastando con los anteriores tres días de lluvia que asolaron a Los Altos. El gentío había formado un semicírculo alrededor de lo que sería la última morada de mi madre y escuchaban el panegírico a cargo del párroco. Escuchar esas palabras carentes de emoción dichas por un completo extraño que nunca lograría verter en sonidos la esencia pura de lo que era mi madre, hizo que una tristeza sin parangón me llenara el corazón. Era yo el que tendría que estar allí hablando de ella, no un desconocido.
Luego del servicio, y una vez que la gente se marchó, me arrodillé frente a la tumba y lloré desconsoladamente…
  

—¿Estás bien? —me preguntó George.
Una ráfaga de viento sacudió los arbustos golpeándolos contra la casa. Ese sonido de uñas arañando una pizarra llenó el aire y los cuatro nos estremecimos.
—Estoy bien —logré decir.
—Lamento ser el portador de malas noticias —dijo Bialos—. Pero ahora que lo saben, capaz pueden hacer algo.
—Tú te callas la boca si no quieres que… —comenzó George, pero se detuvo al ver llegar el auto de Alberto—. ¡Mierda! —exclamó. Luego, mirándonos a todos y tomando a Bialos del brazo, agregó—: Seguiremos esta conversación en mi casa. Vamos al auto.
Alberto estacionó la carcacha frente a la casa y recorrió el camino de piedra hasta la entrada. Antes de que pudiera tomar el picaporte, la puerta se abrió, sobresaltándolo.
—¡Hola, mi amor! —saludó Curru.
—¡Pero la puta! —gritó Alberto, tomándose el pecho —¡No me asustes así, por el amor de Dios!
Curru nos guiñó un ojo mientras hacía pasar a su marido. La saludé del mismo modo y los cuatro subimos al Mustang de George.


Desde la última vez que visité la casa de George, las cosas han cambiado un poco. En el living había un sillón de tres cuerpos con señales visibles de haber sido mordisqueado. Capaz un perro, pensé. Una de las patas delanteras del sillón había sido sustituida por un libro para que quedara en posición horizontal. Era un volumen gordo y desde donde estaba pude verle el lomo con claridad. En él decía:


STEPHEN KING

LA CÚPULA


—No es forma de tratar a un libro —le dije a George, señalando el sillón.
—A ese, sí —dijo él—. Es malísimo. Además —agregó—, fue el único que conseguí lo bastante grueso para nivelar el sillón.
Por donde mirase todo estaba lleno de velas. George las iba prendiendo mientras recorría la planta baja. Cuando volvió a nuestro lado y empujó a Bialos al sillón, donde quedó despatarrado, la luz ondulante de las velas le había dado a la habitación un aspecto siniestro, con demasiadas sombras saltarinas moviéndose por las paredes.
—Ahora hablaremos. Siéntense donde gusten.
No había mucho para elegir. George tomó una silla de plástico blanca, Valeria acercó una mesa baja y se sentó en uno de sus bordes, y yo encontré un cajón de fruta al que tanteé antes de sentarme. Se veía lo bastante firme como para arriesgarme a posar mi culo en él.
George nos miró a ambos, asintió con la cabeza, y se dirigió a Bialos, que miraba a su alrededor con cara de sorpresa.
—Dijo algo de un secuestro.
—Así es —dijo Bialos. Miraba a George con miedo—. Verán: Alcides Carvajal tiene un problemón entre manos. Sin el libro no puede recolectar almas; y si no puede recolectarlas, alguien muy feo se pondrá de mal humor. Entonces, dadas las circunstancias, ha decidido jugarse el todo por el todo. Quiere un intercambio: la chica por el libro.
—No podemos hacer eso —habló Valeria—. Con el libro, Carvajal sería imparable y seguiría causando mal. —Me miró a los ojos—. Perdona lo que te voy a decir, Alan, pero la chica es prescindible.
No podía creer lo que mis oídos habían escuchado.
—¿Qué? —logré articular.
—Valeria tiene razón —opinó Bialos, sin dejar de mirar a George—. Devolverle el libro a Carvajal haría que las cosas empeorasen. Yo no lo haría.
Lo miré a George buscando apoyo, pero él se encogió de hombros.
—Tienen razón —dijo—. Piénsalo, Alan: ella está viva, vos estás muerto. Carvajal va a matarla consiga o no el libro, eso es un hecho… Es más, él aún no está seguro de que estés por ahí merodeando en este plano. Lo que hizo es con el fin de que aparezcas. Si no lo haces, le va a importar un pepino acabar con ella.
Llevé mis manos a la cara y espié a George entre los dedos.
—Pero cuando la mate —prosiguió éste—, podrán volver a estar juntos. ¿Cuál es el problema, entonces? Ninguno.
—No puedes estar hablando en serio —le reproché a George, bajando las manos—. Nunca tomaría su vida, ¡nunca! Y no puedo creer que esté aquí escuchándolos a ustedes decir tantas pelotudeces juntas.
—No puedes devolverle el libro, Alan. Debes entender eso —me increpó Valeria.
—¡Ya lo sé! —grité.
Respiré hondo y cerré los ojos. No podía dejarme dominar por el pánico. Eso sería un error en estos momentos. Las emociones son peligrosas y ciegan a las personas. Y una persona obcecada corre el riesgo de dar un paso de más y caer por el precipicio.
—Tengo que salvarla —dije abriendo los ojos—. Ella… —Sentí las lágrimas anegándome la vista—. Jessy merece vivir. —Callé. No podía creer que estuviera llorando, pero así era. Me pasé el antebrazo por el rostro y me puse de pie—. Ella es importante para mí y no voy a dejarla sola. Carvajal se va a arrepentir de haberla secuestrado.
Se produjo un silencio incómodo. Un ruido en la cocina rompió el momento. Todos giramos la cabeza y vimos entrar a un gato. El felino nos observó con desinterés y caminó entre nosotros hasta llegar donde George. De un salto se subió a su regazo y se acurrucó en él. George lo acarició detrás de las orejas y el minino ronroneó feliz.
—¿Qué pasa? —preguntó al notar nuestras miradas.
—¿Tenés un gato? —dijo Valeria.
—No, es un perro disfrazado… ¡Claro que es un gato!
—¿Y qué hacés con un gato?
—¿No puedo tener un gato? Apareció un día buscando comida. Le di un poco y se encariñó.
—¿Acaso tiene importancia el puto bicho? —dije.
—No, no la tiene —dijo George mientras seguía acariciándolo—. Por supuesto, hagas lo que hagas, no te voy a dejar solo. Puedes contar conmigo para esto, Alan.
—Y conmigo —se sumó Valeria.
—Hay otra cuestión —dijo Bialos desde el sillón. Temblaba. No sé si de miedo o de emoción—. Sin el libro, Carvajal está indefenso. Si él muriera en estos momentos, las almas quedarían liberadas. Y lo mejor de todo es que el demonio se llevaría la suya por las molestias ocasionadas.
Se quedó callado, paseando la vista entre nosotros tres y con una sonrisa tonta en el rostro que poco a poco se le fue diluyendo, a la vez que sus ojos se ensombrecían.
—¿No entien… no entienden? —tartamudeó—. Si matamos a Alcides Carvajal ahora, liberaríamos a todas las almas que tiene en su poder. ¡Quedaría libre! —gritó exaltado.
Valeria respingó. El gato se erizó en el regazo de George, echando las orejas hacia atrás.
Nunca se me había pasado por la cabeza asesinar a nadie. Mi inocente idea era… bueno, en verdad no tenía ninguna.
—Yo me ocupo —dijo George. Acariciaba al gato tratando de tranquilizarlo—. Tengo experiencia en el tema.
—Corremos con ventaja —dijo Valeria—. Ya estamos muertos y ellos tienen mucho que perder.
Las palabras de Valeria me sonaron lejanas. La única voz que oía en mi cabeza era la de George.
Tengo experiencia en el tema”.
¿Experiencia en qué? ¿En matar gente?
Pensé (y no por primera vez, si vamos al caso) que no conocía del todo a George. ¿Y si era peligroso? Y esta idea me llevó a otra: ¿Y si era espía de Carvajal y todo esto era una maldita trampa para conseguir el libro? Recordé cuando lo conocí. ¿Cuántas posibilidades había para ese encuentro? Demasiadas. Una entre un millón.
Observé a George, que seguía acariciando al gato. ¿Era esa la imagen de un asesino o de un espía? No lo sabía, pero la semilla de la duda ya se había plantado en mí y comenzado a germinar.
—Algo peor que la muerte —decía Bialos en ese momento—: el olvido absoluto.
—¿Qué? —murmuré. Me había perdido toda la conversación.
—¿Qué te pasa, Alan? —preguntó Valeria—. ¿No estás escuchando?
—Perdón, estaba en otra cosa.
George me miró, arqueando una ceja.
—¿Estás bien?
—Sí, sí —dije—. ¿Qué me perdí?
—El hombre está diciendo que podemos morir, Alan —explicó Valeria.
—¿Eh? —logré decir. Otra sorpresa más. No creí estar preparado para todo esto. Si hubiera seguido mis primeros impulsos de mantenerme alejado de los demás, ahora no estaría en esta encrucijada. Aunque eso era una mentira, por supuesto. Tarde o temprano hay que enfrentarse a las decisiones que uno ha tomado a lo largo de su vida, y este era mi propio momento—. Bialos, por favor, repita lo que decía.



—Está arraigada la idea de que un espíritu no puede “morir”. Debo decirles que eso es totalmente falso. —Bialos se acomodó en el sillón. Su rostro demacrado se destacaba más a la luz de las velas—. Aunque somos inmunes a accidentes que vengan de parte de los vivos (nos pueden disparar, atropellar, tirarnos agua bendita o acuchillarnos), podemos resultar heridos por otros espíritus.
»Como dije antes, después de que usted huyera de Soledad, Alcides envió a todos sus hombres a buscarlo. Quería el libro, por supuesto. Cuando le dijeron que lo habían visto en Nérida, creyó que todo tendría solución. Yo y tres tipos más lo seguimos hasta aquella casa… Sí, señor Santos, yo era uno de sus perseguidores. Nada personal; sólo negocios. Teníamos órdenes de no matarlo; Carvajal lo quería vivo. ¿Y saben lo que hizo este hombre? —les preguntó a Valeria y George, señalándome—. Se metió el arma en la boca y se voló la cabeza. ¿Pueden creer eso? ¡Se voló la puta cabeza! Fue algo que no nos imaginábamos, y mucho menos Carvajal. La siguiente orden fue que encontráramos el libro. Por supuesto, el primer lugar fue la casa de su madre, aquí en Los Altos, y luego la casa de los padres de Jessy. Literalmente dimos vueltas esas casas, pero el libro no apareció. Después de eso, todo era como buscar una aguja en un pajar. Desde su huida de Soledad hasta su aparición en Nérida, hubo ocho días en los que pudo estar en cualquier lado. —Bialos lanzó una carcajada. Parecía el graznido de un cuervo—. ¡Carvajal estaba que trinaba! Y a la vez sentía pánico. Yo también lo tendría si estuviera en su lugar. No es joda meterse con los demonios. Estos no entienden de atrasos. Quieren todo ya y ahora.
»Vargas y Coppola fueron los primeros que sintieron la ira de Alcides. No los dejó ni hablar. Bassagaisteguy esperaba al lado de él cuando ellos llegaron; y a su orden, los liquidó. Perfectos disparos en la cabeza a ambos. Si de alguien debemos cuidarnos, es de Bassagaisteguy. Es peligroso.
Aunque no debería, sentí remordimientos por la muerte de Coppola y Vargas.
—Todo muy interesante —dijo George—, pero lo que quiero saber es lo que sucede cuando un espíritu mata a otro espíritu.
—Ah, sí, claro. Disculpen, una mala costumbre que tengo de irme por las ramas. Volviendo a lo que me pregunta, los espíritus son seres puros, la esencia misma de cada uno. Cuando un espíritu toma la vida de otro, éste deja de existir, desaparece de la realidad, se convierte en la nada absoluta.
»Verán, mayormente los espíritus vuelven a la tierra reencarnados. ¿Por qué? Pues porque tanto en el Cielo como en el Infierno están hasta las pelotas de gente, ya no entran aunque quisieran. Así que los capos de ambos lugares llegaron a la conclusión de que a algunos había que devolverlos.
—¿Devuelven las almas? —pregunté. Eso no tenía sentido. Ferrari había dicho que a más almas, más poder. ¿Por qué, entonces, el de abajo las devolvía? Expuse mi duda.
—El de abajo ya tiene poder suficiente, lleva milenios recolectando almas —dijo Bialos—. Los que tienen que sumar son los otros demonios, los que desean coparle el lugar.
—No llego a entender —dijo Valeria—. ¿Un espíritu puede cargarse a otro espíritu?
—Así es.
—¿De qué manera?
—De cualquier manera.
Valeria se lo pensó un poco.
—¿Y este espíritu asesinado desaparece?
Bialos asintió.
—¿A qué se refiere específicamente con “desaparece”?
Bialos abrió los ojos como si no comprendiera, como si la palabra en sí no fuese lo suficientemente explícita.
—¿Necesita que le haga un dibujito para que lo entienda mejor?
—Hay algo que no me cierra —interrumpió George al notar que las manos de Valeria se convertían en puños—. Si está diciendo que sólo un espíritu puede matar a otro espíritu, ¿por qué deberíamos cuidarnos de Bassa-nosequé?
—Bassagaisteguy —aclaró Bialos.
Miraba con recelo las sombras movedizas causadas por la luz de las velas, como si la sola pronunciación de su nombre pudiera convocarlo e hiciera su aparición en la habitación
—Él puede vernos, señor, y también matarnos —murmuró.
Una leve ráfaga de aire hizo bailar las llamas provocando que esas sombras cobraran vida. Los cuatro nos sobresaltamos.
—No sé qué es él —dijo en voz cada vez más baja, ya con el miedo palpándose en cada sílaba—, pero no es humano.
  

Luego de unos instantes en que ninguno dijo nada, George fue a la cocina y volvió con una botella de whisky.
—No sé ustedes, pero yo necesito un trago.
Y así sin más, se llevó la botella a los labios.
Cada uno de nosotros bebió un trago, excepto Bialos que se prendió a la botella como si fuera agua. George lo dejó y los tres observamos cómo se la ventilaba.
Cuando la botella quedó vacía, Bialos se pasó el revés de la mano por la boca y suspiró.
—¿Todavía tiene el libro, señor Santos? —me preguntó con los ojos cerrados—. ¿O lo arrojó por ahí?
—Lo tengo —afirmé—. Está a salvo.
—Bien, eso es importante. Supongo que no nos dirá donde lo tiene oculto…
—No, no se los diré. Es mejor que esa información quede en mi poder.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo George. Se había sentado y el gato vuelto a su regazo—. Si alguno de nosotros dos es atrapado, no podremos decir nada.
—Tres —dijo Bialos todavía con los ojos cerrados.
—¿Qué? —inquirió George.
—Que somos tres los que no podremos decir nada. Quisiera que me dejaran acompañarlos.
—Todavía no confío suficientemente en usted como para que nos acompañe.
Bialos frunció los labios como un nene caprichoso, pero no dijo nada al respecto.


Rato después, con la luna ya alta, Bialos se levantó del sillón con cuidado, sin quitarle ojo a George.
—Es hora de que me vaya —dijo—. Debo reunirme con los otros y pasar el informe del día. Si no lo hago podrían sospechar.
—Lo siento —dijo George poniéndose de pie con el gato en brazos—, pero no puede irse. Usted ha pasado a ser mi invitado permanente. ¿Qué tranquilidad podemos tener dejándolo marchar? —dijo mirándonos a Valeria y a mí—. Ya sabe dónde vivimos y podría volver con sus amigos.
—¡No! ¡Nunca haría eso! —dijo Bialos. Se había encogido como esperando un golpe—. Por favor, debo irme. —Me miró de la misma forma que miran los perros a su amo después de mandarse una macana: ojos suplicantes y orejas caídas. Claro que en este caso omitiendo lo de las orejas caídas. Aunque Bialos era bastante orejón, tampoco para tanto—. Déjeme ir, señor Santos. Le doy mi palabra de que no los voy a traicionar. Quiero ser libre, y esta es mi oportunidad.
—Déjalo ir —le dije a George—. Si notan su desaparición (y la notarán, sin duda), saldrían a buscarlo. Y si nos delata, vendrán de la misma forma.
George no dijo nada. Se dirigió a la puerta y la abrió.
—Vete —le dijo a Bialos.
Bialos cruzó el umbral pasando lo más lejos posible de George. Una vez fuera, dijo:
—No los voy a defraudar, señor Santos. Se lo prometo.
Lo mismo dijo cierto presidente, no pude evitar pensar mientras Bialos desaparecía en la noche.


—¿Vuelves a tu casa, Alan? —me preguntó Valeria.
Se había puesto de pie y rondaba la puerta. No había que ser muy inteligente para saber que quería quedarse a solas con George. Aquella era su sutil manera de decirme que me largase de una vez por todas.
Estaba por contestarle que sí, que ya me iba, cuando George habló:
—Con Alan íbamos a salir a tomar unas cervezas, ¿no es cierto, Alan?
Abrí la boca sin saber qué iba a salir de ella, y George me guiñó un ojo.
—Sí, es verdad —terminé diciendo.
Valeria nos miró fijamente y yo le sonreí.
—Está bien —dijo—. Entonces iré a hacerle compañía a Curru. La pobre sufre insomnio y el marido ronca como un marrano, así que ella se va a la cocina a leer. —Nos seguía observando. No había creído una sola palabra de lo que habíamos dicho, pero sabía que si preguntaba le íbamos a mentir de nuevo y no lograría nada—. Además, tiene una botella de vodka escondida en la alacena —dijo guiñando un ojo—. Pero más que leer, le gusta charlar. Y a mí me gusta escucharla. Me hace recordar a mi mamá.
El gato se franeleaba entre las piernas de George y éste lo alzó. Con el bicho en brazos se acercó a la puerta.
—¿Salimos?


El Zaguán estaba casi vacío. En la barra, Scarface acomodaba unos vasos.
—Dos cervezas —pidió George sentándose en los taburetes.
Scarface gruñó y sacó dos cervezas de debajo de la barra.
—¿No hay banda hoy? —pregunté.
—¿Usted ve alguna? —dijo Scarface con un vaso en la mano y mirándolo al trasluz.
—No…
—Y entonces, ¿para qué pregunta?
Había cinco mesas ocupadas. En cuatro de ellas se encontraban hombres solos con la vista clavada en la bebida que tenían frente a ellos; en la quinta mesa, una pareja hablaba tomada de las manos. Música distorsionada salía de unos parlantes ocultos. Si me pidieran que adivinara, diría que era The Carpenters entonando Close to you.
—Bueno —dijo George tomando un trago de cerveza—. Sé que algo querías preguntarme, Alan. Y creo saber por dónde viene la mano. —Bebió otro trago—. Así que no tengas vergüenza y dispara.
Dudé un segundo e hice la pregunta pelotuda número dos del día:
—¿Mataste a alguien?
Al instante me avergoncé. ¿Qué me iba a contestar? ¿Que sí?
Supongo que George pensó exactamente lo mismo porque se sonrió.
—Cuando estaba vivo hice muchas cosas de las que no me siento orgulloso. Eso ya te lo dije alguna vez. —Se había acodado en la barra y miraba hacia el escenario. La botella de cerveza pendía de la punta de sus dedos—. En ese entonces recibía órdenes y las cumplía. No es excusa, ya lo sé, sólo quiero que lo sepas. El lugar donde trabajaba era una de las tantas sedes gubernamentales que existen. Son tantas que ni hasta el propio gobierno las conoce todas.
La puerta se abrió y un grupo de ocho personas, cinco hombres y tres mujeres, entró al lugar. Riendo se acercaron a la barra y pidieron bebidas. George me codeó y señaló una mesa. Nos levantamos y fuimos hasta ella.
—¿Eras de los buenos? —pregunté cuando nos sentamos. Pregunta pelotuda número tres.
Esta vez, George rió.
—¿Qué quieres que te conteste, Alan?
—No sé —admití.
—Esta sede gubernamental de la cual te hablo se llama, o se llamaba (no sé si seguirá existiendo), La Tienda —contestó en cambio George—, y se especializaba en temas parasicológicos. Fantasmas, otras dimensiones, Howlins, el poder de la mente, la vida después de la muerte. En La Tienda se creía en todo eso y más.
»Una de las misiones tuvo lugar precisamente en Soledad. Sí, Alan —dijo cuando lo miré estupefacto—, sabía de ese lugar. Habíamos estado recibiendo señales de que allí se estaba acumulando una cantidad de energía muy alta, una energía desconocida pero muy poderosa. Fuimos a investigar, pero antes de llegar nos avisaron por radio que hubo un terremoto, aunque mi compañero lo comparó con un cataclismo, una sentencia de Dios, al ver el lugar.
»Soledad resultó ser un hallazgo notable para La Tienda. La fuerza que se halla allí es comparable a la misma que ocurre en el Vértice Marysburgh, al este del lago Ontario, entre Estados Unidos y Canadá; o el Triángulo del Dragón, cerca de Japón. Aunque el más conocido de todos es el Triángulo de las Bermudas, donde se dice que bajo sus aguas descansa la Atlántida.
George le dio un trago a la cerveza y observó al alegre grupo de la barra. En los parlantes ahora sonaba Nirvana con Smell Like Teen Spirit.
The Carpenters, Nirvana. Todos muertos, pensé.
—Esos lugares son puertas, Alan.
—Vamos, George. ¿Me estás jodiendo? ¿Puertas a dónde? ¿A otros mundos?
—Si a vos te hubieran dicho que la muerte era esto, ¿habrías creído?
Ni me molesté en contestar. La respuesta era obvia.
—La mayoría pone toda su creencia en dos de sus sentidos: la vista y el tacto. Si no lo pueden tocar o ver, no es real. —George se estiró sobre la mesa hasta casi rozarnos las narices—. Alan, yo he visto y tocado lo que hay detrás de aquellas puertas. Créeme: son reales.
Risas femeninas llegaron desde la barra. Ambos miramos hacia allí. El grupo se estaba retirando y las chicas cuchicheaban en una de las puntas de la barra mientras los hombres pagaban la cuenta.
—Por hoy hablé demasiado —dijo George poniéndose de pie—. Vamos. Tenemos cosas que hacer.
—¿Eso fue todo? —pregunté. A decir verdad, quería saber más de su vida anterior.
—¿Y qué más quieres? ¡No hay tiempo que perder! Luego te cuento el resto…
George se acercó a la barra y pagó las cervezas. Scarface dijo algo y George negó con la cabeza. Salimos a la calle y subimos al auto.
—¿Qué te dijo el de la barra? —pregunté.
—Preguntó si éramos pareja.
Quedé perplejo.
—¿Y qué le contestaste?
—¡Que no!, desde luego —se sorprendió George, encendiendo el auto—. Le dije que tan mal gusto no tenía.


—¿Adónde vamos? —pregunté cuando los primeros edificios de Nérida asomaron en el horizonte.
—Vamos a hacer una visita a Carvajal.
De pronto el interior del auto se hizo más pequeño y el aire se volvió denso, tan denso que era imposible inhalarlo.
—¡¿Qué?!
—Es necesario, Alan.
—No, no es necesario, George.
—Si tiene a tu chica, lo es. No creo que la mate (al menos por ahora), eso no le devolvería el libro, pero está desesperado, Alan, y eso juega a nuestro favor. Mientras tengas el libro, la chica tiene posibilidades. Ahora bien: el riesgo existe, Alan. Perdido por perdido, capaz le mete un tiro. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a cambiar el libro por la chica si la cosa se pone fea? Lo siento por ella, Alan, de verdad lo digo, pero aquí lo importante es el libro. Así que tengo que saber en este preciso momento cuál va a ser tu prioridad.
Entre la espada y la pared. Así me sentía. ¿Prioridad? ¿Cómo me podía pedir que pusiera prioridades entre un ser humano y un texto? Odié a George por eso. Y me odié mucho más a mí mismo cuando respondí:
—El libro. La prioridad es el libro.


Las oficinas de Carvajal se encuentran en el centro de la ciudad, en un edificio acristalado de treinta y ocho pisos. Lo peculiar de cada uno de ellos es que están vacíos. Nada de oficinas ni amueblamiento alguno; puro espacio libre, salvo la alfombra roja que cubre el suelo de todos ellos.
Cuando el sol sale y sus rayos pegan en los cristales, el edificio parece sangrar. 
Sólo el penthouse está ocupado. Desde allí, tras esa falsa fachada, Carvajal maneja sus negocios.
El lugar cubre toda una manzana. Por una de las calles laterales se llega al estacionamiento subterráneo. Una cortina metálica impide el paso y para ingresar hay que pasar una tarjeta magnética por una ranura. En la otra calle, la entrada principal da a un hall en donde al fondo y a la derecha se hallan los ascensores y a la izquierda las escaleras. En el centro mismo de la amplia sala se alza una recepción rectangular. Sobre ésta, y como si retara a la fuerza de gravedad, pende una cartelera. Sólo al acercarse lo suficiente se logran ver los finos cables que la sostienen.
En el panel de fondo blanco se distingue el logo de la empresa: una especie de oscura y ominosa torre que se alza a los cielos. El artista utilizó trazos gruesos y rápidos. El suelo que sostiene a la torre son dos pinceladas horizontales rosadas. Si eso tiene algún significado, yo no lo percibo. Debajo del logo, la siguiente leyenda:


ALCIDES M. CARVAJAL

EMPRESAS PRIVADAS DE LA CONSTRUCCIÓN S.R.L



—No he visto a ningún muerto —comentó George luego de dar la vuelta a la manzana y tomar nuevamente por la avenida, estacionando el auto a dos calles de distancia—. ¿Y vos?
—No.
—Bien—dijo George—, esto es lo que haremos: vamos a entrar por esa puerta e iremos a las escaleras. Debería ser fácil, ya que no pueden vernos.
—¿Las escaleras? Son treinta y ocho pisos, George. Tomemos el ascensor.
—No podemos. Eso levantaría sospechas. ¿Un ascensor que funciona solo? Lo mejor son las escaleras.
—Perfecto, subimos las escaleras. ¿Y después qué? Nos paramos frente a Carvajal y qué hacemos. Él tampoco puede vernos, George.
—No es la idea, Alan. Si tiene secuestrada a la chica, la tiene acá. Averigüemos eso primero.
—¿Y si está, George? ¿Qué vamos a hacer si la encontramos?
—Si está —dijo George—, vamos a hacer lo posible por rescatarla aunque sea a la rastra.


Era casi medianoche ya, pero aún se percibía cierta actividad en el edificio.
Esperamos en las puertas dobles hasta que un tipo trajeado salió con otro de los ascensores. Saludaron a las tres personas que atendían la recepción y cruzaron el hall hasta la entrada. El sonido de sus pisadas repercutía en toda la sala. George me señaló los pies y se quitó las botas. Hice lo mismo con mis zapatos y esperamos. El compañero del tipo trajeado venía hablando. Empujó las puertas dobles.
—Entonces le dije: “Nena, si de verdad querés quedar embarazada, vamos a tener que cambiar de agujero”.
El tipo del traje rió. Era esa risa de compromiso, típica de cuando has oído la misma anécdota miles de veces.
Aprovechamos el momento y nos colamos dentro del edificio. El suelo estaba frío y nos apuramos para llegar a la recepción. Ninguna de las tres personas reparó en nuestra presencia y seguimos camino hasta las escaleras. Subimos el primer tramo y nos volvimos a calzar. George sacó dos pistolas de detrás de su cintura. Me tendió una.
—Por si acaso —dijo ante mi renuencia a tomarla.
La puso en mis manos.
—Esto de acá es el seguro —me mostró—. Lo quitas de esta manera y halas del gatillo.
El pulgar de George se movía con rapidez sacando y poniendo el seguro. Cuando quise probar me fue imposible moverlo. Tuve que usar la otra mano para quitarlo.
Está bien —dijo George—, déjala sin el seguro. Ponla en tu cintura de esta manera. —George se colocó la suya bajo la hebilla del cinturón y yo lo imité—. Cuando la saques, ten cuidado de no volarte los huevos.


Llegamos al primer piso. La luna se reflejaba en los ventanales y le daba a la alfombra un tono borravino.
George alzó una ceja al ver el espacio desnudo.
—Todos los pisos están así —le expliqué mientras encarábamos el siguiente tramo de escaleras.
—¿Qué le pasaría por la cabeza para construir semejante locura? —dijo George. No era una pregunta esperando contestación, sólo pensaba en voz alta.
—Escuché hablar de esto, pero nunca lo había visto —dije. Tanto espacio vacío, aunque no amenazante, se sentía desagradable—. Las personas normales siempre tomábamos el ascensor —comenté echándole una ojeada a George por sobre el hombro. Yo iba por delante de él en las escaleras. George no se dio por aludido—. Uno de mis compañeros tenía una teoría. Decía que era Feng-Shui.
—¿El qué?
Feng-Shui. Es un arte chino. Mediante unos cálculos matemáticos que hacen con una brújula llamada Luo Pan, se estudia el flujo de energía de las edificaciones. Se identifica la energía positiva y negativa de la construcción y se la manipula a su beneficio. Luego se hace un plano Bazhai para identificar las ocho zonas de poder. Hay cuatro buenas y cuatro malas.
—¿Cómo mierda sabés todo eso? —me interrumpió George.
—No sé —me sorprendí—. Supongo que se lo habré escuchado decir tantas veces que se me pegó.
Ya estábamos en el cuarto piso.
—Me da miedo preguntar por las cuatro zonas malas —dijo George—, pero tengo curiosidad.
—Pero también hay cuatro buenas —sonreí.
—Las cosas buenas nunca atrajeron a la gente, Alan. Pon en una esquina a un hombre ayudando a un ciego a cruzar la calle y nadie se va a poner a aplaudir, y menos a quedárselos mirando. Pon en esa misma esquina al mismo ciego siendo atropellado, y se va a formar una ronda para verlo desangrarse. El ser humano es morboso por naturaleza, Alan.
—Tiendo a pensar que una de esas tantas personas se arrodillará frente al ciego y lo ayudará. Esa sola persona es la que hace la diferencia, George. No se necesita nada más.
El quinto piso lucía igual que los anteriores.
Fu Wei, Tien Yi, Yen Nien y Sheng Chi —dije de un tirón—. La protección, la suerte, la armonía y la vitalidad. Esas son las buenas.
—No me habría dado cuenta.
Lui Sha, Wu Kwei, Huo Hai y Chuei Ming —continué—. Esas son las malas.
—Me lo imaginaba.
—Las pérdidas materiales, los cinco fantasmas, las peleas y la muerte.
—Esa última se me hace conocida —ironizó George—. Dijiste que estas energías se podían adulterar a voluntad, ¿verdad?
—Así es.
—¿Y qué pasaría si manipularan a las malas para que anularan a las buenas? ¿Convertiría a la edificación en algo… no sé… maligno?
Me encogí de hombros. La idea no era descabellada. ¿Pero quién en su sano juicio haría algo así?
Carvajal, mi amor, ¿quién más?, escuché en mi cabeza.
Otra vez la voz femenina. Esa era otra cosa que me tenía a mal traer. ¿A quién pertenecía esa voz? Me resultaba conocida. Algunas veces creía saberlo; la sentía recorrer mi lengua pidiendo ser nombrada, pero se me terminaba escapando.
Preferí no decirle nada a George. Cuando uno cuenta que oye voces en su cabeza la gente no suele tomarlo a bien.


Ya en el décimo piso la desnudez del mismo había perdido su atractivo, así que avanzamos más rápido. Al llegar al décimo noveno no sentíamos las piernas y decidimos tomarnos un descanso.
—Falta la mitad —balbucí, tratando de darnos ánimo.
George me miró.
—Eso no es precisamente alentador, Alan. Siento que en cualquier momento voy a sufrir un calambre.
Seguimos subiendo y coronamos el piso trigésimo quinto. Esos dieciséis pisos los hicimos en silencio para no gastar el aliento. Lo íbamos a necesitar si las cosas se ponían feas.
Y estábamos seguros de que se pondrían feas en cualquier momento.
—Es una trampa —dijo George al pie de la escalera que llevaba al trigésimo sexto.
Apreté los labios y asentí con la cabeza.
—No vi cámaras ni sensores de movimiento en ninguno de los pisos. —George enumeraba estos ítems con los dedos de su mano mientras hablaba—. No creo que Carvajal sea tan imbécil como para no pensar que se puede llegar a él por las escaleras.
—Capaz cree que son demasiados pisos y ya eso desilusiona a cualquiera.
—Lo bueno es que si nos dejó llegar hasta aquí, significa que quiere hablar con nosotros.
—¿Y lo malo? —me atreví a preguntar.
—Lo malo es que no sabemos si nos va a dejar salir.


Nos detuvimos junto a uno de los ventanales de aquel magnífico penthouse desde donde la ciudad se veía pequeña, a sus pies, como rindiéndole un silencioso tributo.
—Mierda, la vista es espectacular —dijo George.
—Lo sé, la he visto muchas veces.
Dejé a George gozar del paisaje y me paré frente a las puertas de la oficina de Carvajal. Por debajo de ellas se veía luz.
—¿Vas a llamar o no? —dijo George a mis espaldas.
—¿Llamar? Debería tirarla abajo a golpes.
—Lo primero es la educación, Alan —dijo George separándome de las puertas y colocándose él frente a ellas—. La educación es lo que nos diferencia de los animales.
—Creí que lo que nos diferenciaba de los animales era la inteligencia.
—Es cierto —asintió George. Golpeó las puertas con sus nudillos, delicadamente.
—Adelante —dijeron desde adentro.
George me guiñó un ojo.
—Ellos son más inteligentes que nosotros —concluyó.


La oficina de Alcides Carvajal había experimentado un cambio radical desde la última vez que estuve allí. El ventanal seguía ocupando su lugar; pero tanto las demás paredes, como el techo, estaban cubiertos de espejos. Reflejados en ellos nos encontrábamos George, yo y Carvajal, que se hallaba de pie en el centro de la oficina con una mano apoyada en el respaldo de una silla.
Sentada en ella, fuertemente maniatada, se encontraba Jessy.
Hacía mucho que no la veía, y al instante gran cantidad de emociones me invadieron como una fuerte avalancha; sentí que se me encogía el corazón.
—Señor Santos, qué agradable sorpresa —dijo Carvajal hablándole al reflejo. Mirarse en ellos era como fijar la vista en un caleidoscopio gigante—. Y veo que no ha venido solo. —Sonrió a George e hizo un ademan con la cabeza a modo de saludo—. El señor Valencia, supongo. Leí su expediente. Muy interesante. Siento curiosidad por saber qué lo llevó a matar a su superior.
Miré a George de reojo.
—No me dijiste que mataste a tu jefe —le murmuré casi sin mover los labios, como en un acto de ventrilocuismo.
—Se me debe de haber olvidado —contestó de la misma forma.
Por detrás de nosotros ingresaron dos hombres y cerraron las puertas dobles. Se encaminaron hacia Carvajal, rodeándonos uno por la izquierda y el otro por la derecha. Al de la derecha no lo conocía. Era alto y en ningún momento nos quitó la vista de encima. Se me erizaron los vellos de la nuca al darme cuenta que sus pupilas eran verticales.
No sé qué es él, pero no es humano, había dicho Bialos.
Y hablando de éste, era él la persona que nos rodeaba por la izquierda.
Ahora no vestía andrajosamente. El traje azul oscuro le calzaba a la perfección, y caminaba erguido y con la cabeza en alto. Su lenguaje corporal demostraba confianza, liderazgo e inteligencia.
—Conocen al señor Bialos, por supuesto —habló Carvajal—. Uno de mis mejores hombres. De él fue la idea de dejarlos hacer para darles una falsa impresión de seguridad cuando los descubrimos hace un par de meses. Y funcionó, claro. ¿De verdad se creía, señor Santos, que aún muerto escaparía de mí? Aunque lamentablemente eso no nos llevó al libro, a decir verdad.
No nos miraba a nosotros en sí. Su vista estaba en los espejos, desde donde éramos visibles para él. Bialos y el otro (de momento no recordaba su nombre) no tenían ese problema.
—Sabía que no tenía que confiar en usted, Bialos —dijo George.
—Debería hacerle caso a sus instintos, señor Valencia.
—¿De qué hablan? —preguntó Carvajal, irritado. Tuve que recordarme a mí mismo que a pesar de que nos veía por el espejo, no podía escucharnos. Y de seguro no le complacía en lo más mínimo perderse la conversación.
—Nada importante —contestó el de ojos de reptil. Y no era lo único raro que tenía. Al hablar dejó ver sus dientes. Eran más grandes de lo normal y puntiagudos. Encastraban de forma perfecta unos con otros sin dejar resquicios. Supuse que una mordida con aquellos dientes podría arrancarme un brazo sin esfuerzo.
—Necesito el libro, señor Santos —prosiguió Carvajal—. Estoy dispuesto a dejarlo libre a usted y a sus amigos si me lo entrega. —Acarició con sus manos el cabello de Jessy, que observaba espantada los espejos con nuestros reflejos. Si no perdía la cordura con esto, no sabría con qué podría—. Sería una lástima que tan linda joven sufriera las consecuencias de una decisión equivocada de su parte.
—No tengo el libro conmigo —confesé.
—¿Qué dijo? —preguntó Carvajal.
—No tiene el libro con él —dijo el raro.
Carvajal entrecerró los ojos.
—¿Vino hasta aquí y no me lo trajo? Tomo eso como una falta de respeto de su parte, Santos.
—Nadie me dijo que debía traerlo.
Esta vez no preguntó nada; sólo miró al raro para que le tradujera.
—Dice que nadie se lo indicó.
La mirada de Carvajal fulminó el reflejo de Bialos.
—¿No le informó que viniera con el libro?
Bialos pestañeó rápidamente.
—Pe-pensé que quedaba explicito —tartamudeó.
El raro (Bassagaisteguy, recordé entonces. Se llama Bassagaisteguy) se llevó la mano dentro del saco y sacó un arma, mientras le traducía a Carvajal.
—Usted ha dejado de pensar, Bialos —dijo—. Eso déjelo a personas que saben.
Y disparó.


Bialos recibió el disparo en la cabeza. Se tambaleó dos pasos, abrió los brazos como intentando recuperar el equilibrio, y cayó de espaldas. El cuerpo se desintegró en una espesa nube de oscuro polvo al chocar contra el suelo. Y de pronto no había nada allí, nada en absoluto.
Eso, al parecer, era la muerte de un espíritu.
La muerte total y definitiva de lo que alguna vez vivió.


—No me gusta esto —dijo Carvajal—, no me gusta nada. Odio la violencia, señor Santos. Una vez que se empieza con ella no hay forma de detenerla. —Suspiró y colocó ambas manos sobre la cabeza de Jessy. Las dejó resbalar por el cráneo hasta llegar a las mejillas. Apretó y los labios de Jessy parecieron ofrecer un beso—. Si hiciera un poco de fuerza hacia abajo, le desencajaría la mandíbula. Es doloroso, pero no fatal. ¿Le gustaría presenciarlo, señor Santos?
Negué con la cabeza.
—Mantener mi promesa anterior es muy difícil. Me siento estafado. Reconozco que el señor Bialos ha cometido un error imperdonable al no haberle puesto al tanto de la transacción, pero no es el punto. El haber llegado hasta aquí con las manos vacías significa que buscaba otra cosa. ¿Rescatarla a ella? ¿Matarme, tal vez? —Soltó el rostro de Jessy y se acercó a uno de los espejos—. ¡No lo toleraré! —gritó a nuestras imágenes, salpicando de saliva la superficie reflejante—. ¡No toleraré que crea que soy incapaz de cualquier cosa por ese libro! ¡Le demostraré que hablo en serio!
Y antes de que pudiéramos reaccionar, Bassagaisteguy (era rápido, el hijo de puta) tenía nuevamente el arma en su mano y disparaba.
—¡Jessy! —grité desesperado.
—Alan… —dijo George a mi lado, tomándome del brazo
—¡Jessy! —volví a gritar queriendo correr hacia ella. Pero George seguía aferrándome el brazo impidiéndome avanzar—. ¡Suéltame! —le grité a él, dando un fuerte tirón.
—Alan… —volvió a decir mientras resbalaba por mi costado.
—¿George?
Una de sus manos se apretaba el estómago, y entre sus dedos manaba sangre muy oscura.
—Tiene seis horas para traerme el libro, Santos. No creo que su amigo pueda sobrevivir más que eso. Esas heridas en el estómago son complicadas. Te matan de a poco y de forma muy dolorosa. Dicen que es la peor manera de morir. Así que dese prisa si quiere llegar a tiempo para darle un último adiós.
Sostuve a George para que no cayera. La sangre ya formaba un charco en el piso.
—No, Alan… —susurró George, escupiendo un poco de sangre al hablar.
—Es sólo un libro, señor Santos. Una cosa inanimada. ¿Vale para usted tanto como la vida de sus amigos?
Detrás de Carvajal, en el enorme ventanal, la luna brillaba en la noche.
—No —dije.
—Eso lo entendí —sonrió Carvajal levantando su mano para callar al raro—. ¿No? ¿Me ha dicho usted que no? —Soltó una carcajada—. ¿Desde cuándo tiene usted agallas, señor Santos?
Ahora me tocó sonreír a mí.
—Desde hoy —dije.


Saqué el arma de mis pantalones y apunté a Carvajal. Éste retrocedió con una mueca de terror en el rostro y levantó las manos protegiéndose. Bassagaisteguy, como imaginaba, no se mostró sorprendido. Tenía el arma en su mano, pero apuntando al piso. Parecía divertido con la situación, esperando ver hacia dónde nos llevaría todo.
Moví el arma y apunté al ventanal. Esto sí sorprendió al raro.
A esas alturas se utilizan cristales de seguridad para evitar accidentes. Uno podría echarse contra la ventana y rebotar.
Comencé a disparar y el cristal se fragmentó, pero siguió entero. Carvajal se había tirado al piso; Bassagaisteguy miraba cómo la ventana se llenaba de disparos y vibraba. El aroma a pólvora me picaba en la nariz. George todavía estaba consciente y gemía. Lo sostuve con mi brazo izquierdo.
—Una última carrera, George —le pedí al oído.
El percutor del arma dio en falso: se habían acabado las balas.
—Por favor, George —susurré.
Éste asintió.
Grité como poseso y corrí hacia la ventana, llevando a George casi a rastras. Recé para que los proyectiles hubieran debilitado el cristal lo suficiente como para atravesarlo. En caso contrario, no sabía qué haría.
Bassagaisteguy reaccionó y comenzó a disparar. Algo me golpeó detrás de la cabeza y perdí la visión del ojo derecho. El dolor fue atroz. Entonces chocamos contra el ventanal y éste crujió sonoramente para luego ceder ante nuestro peso.
Que no esté equivocado, fue mi último pensamiento coherente.
Y después… todo fue caer…





Fin del LIBRO I




1 comentario:

Renfield dijo...

Srt Calavera, le escribo desde VAMPIROSDICTADORES...no se si en LA DANZA MACABRA, el sr King recomiende LA PATA DE MONO , pero se q lo ha mencionado anteriormente, y lo encontre en una recondita esquina de lalibreria LERNER junto con un monton de fantasia y terror, espero que en Medellin lo pueda encontrar.

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