lunes, 18 de julio de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XI


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
Capítulo XI

Escrito por: George Valencia (Calavera)





19 de junio de 2011

Es el momento.
Es hora de que llegue la acción.
A decir verdad, una gran parte de mí desearía que todo volviese a la normalidad, que las sorpresas terminasen. Esta tensa calma me tiene cada vez más desesperado, me causa desasosiego y un sentimiento de incertidumbre nada agradable.
Si nos ponemos a pensarlo detenidamente, resulta bastante irónico que justo cuando conocí a personas a las que puedo llamar sin lugar a dudas “amigos”, justo cuando dejé atrás esa tranquila aunque amarga soledad, cuando mi situación actual ha tomado una forma peculiarmente semejante a la vida, justo ahora, repito, mi pasado, el mismo que pensé que había dejado bien enterrado, ha vuelto ahora como un zombi vengativo dispuesto a devorar mi apacible “vida en muerte”.
Tiene su lado bueno, es cierto, porque no me hubiera gustado enfrentarme a todo este embrollo solo. Pero no hay duda de que todo este asunto está revestido de una singular ironía.
Así que, como digo, esta espera está comenzando a minar mis nervios. Sé que tendremos que hacer algo, para bien o para mal, así que si no lo hacemos ahora, al final voy a sufrir un colapso nervioso. Además, tengo la corazonada de que si no somos nosotros los que damos el primer paso, será ese bastardo el que terminará dando con nuestro paradero. Y de ser así, si es él el que nos encuentra primero, contándonos cosas y recordando otras como niños en un campamento, y sin mover un dedo, seremos presa fácil.
Es el momento.


20 de junio de 2011

En la tarde de ayer, como si algún ser omnipresente hubiese leído lo que escribí por la mañana, los engranajes que mueven esta extraña maquinaria dieron un nuevo giro inesperado…


Valeria ha hecho buenas migas con Curru, así que ahora no sólo no sale de mi casa, sino que se ha mudado a ella. Bueno, no a mi casa, sino a nuestra casa. Tengo que estarme recordando constantemente que ahora no sólo es mi hogar, sino también de María y su esposo. La verdad, las cosas han salido bien. Nos la llevamos muy bien todos, sobre todo las chicas, que no paran de hablar en todo el día. Eso ha sido el remedio para las frecuentes desapariciones de Valeria. En cierto modo, siento celos por ello. Pero bueno, las mujeres se entienden entre sí, tienen su propio lenguaje privado y, por mucho que George y yo fuésemos sus amigos, desde ningún punto de vista se compara tener una confidente femenina para contarle sus cosas que tener a un par de muertos pelotudos para hacerlo.
Así que Valeria se pasa todas las tardes hablando con Curru de mil historias diferentes. Las escucho desde el living riendo y parloteando sin cesar.
George también pasa más seguido por aquí.
Viéndolo bien, la anteriormente silenciosa y apacible casa, se está pareciendo cada vez más a una bulliciosa pensión para muertos desempleados.


A eso de las cuatro de la tarde, con el sol dirigiéndose perezosamente al horizonte, George llegó en su Mustang. Por los parlantes del auto salían los acordes de un tema de los Gunners. Pudiste haber sido mía, cantaba Axl a voz en cuello.
Yo estaba en el porche, dormitando, arrullado por las voces de las chicas que salían por la ventana de la cocina. Había almorzado hacía un rato, y estar confortablemente ahíto, sumado al calor de la tarde y la apacible brisa, había hecho que me invadiera un agradable sopor… Hasta que llegó George atronando en la tarde con algo de heavy metal, por supuesto.
Se quedó un par de minutos sin bajar del auto, esperando a que terminara el tema y sacudiendo su cabeza mientras tocaba una guitarra imaginaria. No pude evitar sonreír. A pesar de toda la locura de las últimas semanas, él siempre encontraba el momento para olvidarse de todo y dejar que la música hiciera el resto.
Terminada la canción, apagó el pasa cintas y se apeó.
Se encaminó hacia la casa saludando con la mano, y entonces una extraña expresión asomó a su rostro. Fue sólo por un instante ínfimo, pero la noté a la perfección. Algo pasó por su cabeza, y aunque no sabría decirlo con certeza en ese momento, estuve seguro de que algo se traía entre manos.
Aunque trató de disimularlo bien, muy pronto noté que su actitud había cambiado; estaba distraído.
—Hola, George —saludé.
Él estaba mirando el vacío, completamente absorto.
—Hola, viejo Alan —respondió luego de un momento.
—¿Pasa algo? —pregunté inquieto. No me gustaba verlo así. En otra persona sería algo normal esos lapsus de introspección, pero en alguien que por lo general habla hasta por los codos la cosa se teñía de un tinte bastante perturbador.
—¿Qué?
—¡Que si pasa algo, George! Tienes una cara de lelo muy desagradable.
—Mmm… No, no pasa nada. Es sólo que…
—¿Es sólo que qué?
Me miró un momento, o más bien me traspasó con la mirada. Resultaba claro que su mente estaba en otra parte.
—Espérame aquí, Alan. Ya vengo.
—¡Pero si acabas de llegar! ¿Adónde vas?
—No tardo. Sólo hazme caso y quédate donde estás.
—¡Como diga el señor, entonces! —exclamé cada vez más confuso, mientras veía cómo volvía al auto y regresaba por donde había venido.
Curru y Valeria siguieron su infinita charla, al parecer ajenas a la pequeña conversación que se acababa de llevar a cabo afuera.
Me quedé desconcertado, sin saber muy bien qué hacer. No obstante, al final decidí hacerle caso a George y permanecí en el porche, disfrutando de la agradable tarde. El sonido de las ramas de los árboles mecidas por el viento se sumó al apacible murmullo de las voces de las chicas, conjugándose en arrullo adormecedor. A pesar de la intranquilidad de los últimos días, a la constante incertidumbre que me ha invadido, no pude menos que disfrutar de la tarde. Que se fueran todos al orto. Alan Santos quería darse una siesta y olvidarse de todo.
Muy pronto me quedé dormido…



 Una voz me llamaba, y en un primer momento, aún presa del agradable sopor en que me hallaba, pensé que el llamado hacía parte del sueño, que quizá era una voz del pasado que se había colado en mi fantasía onírica y exigía mi presencia en alguna absurda escena. Ya saben, cosas del subconsciente. No obstante, la voz parecía más real que ficticia, y lenta pero efectivamente me fue arrancando del letargo.
Cuando desperté por completo, el final de la tarde se acercaba inexorablemente. El sol casi había acabado su recorrido y la casita cape cod era un collage de sombras largas y tonos rojizos. Me espabilé y miré a mi alrededor, mientras me incorporaba en el sillón en el que había estado dormitando. Pensé que a lo mejor era Valeria la que me llamaba, pero sorprendentemente ésta se encontraba aún parloteando en la cocina. Parecía una conversación de nunca acabar.
—¡Alan! —oí de nuevo que gritaba la voz, y entonces supe su procedencia y la persona que la emitía.
Era George, y al parecer se encontraba en algún lugar cerca de la linde del bosque que rodeaba la propiedad. Me puse en pie y rodeé la casa, tratando de aclarar mi cabeza. Al pasar por la ventana de la cocina, las chicas me dedicaron sendos guiños cariñosos para luego seguir con lo suyo. Todo indicaba que seguían ajenas a lo que se desarrollaba en el exterior de la casa.
Me encontraba ya en el patio trasero cuando escuché de nuevo a George gritando a todo pulmón:
—¡Alan! ¡Ven aquí, maldita sea!
Algo en su tono me alarmó, así que corrí en la dirección de la que venía la voz. No tuve que correr mucho, apartando ramas bajas y matorrales, para encontrarme con una inesperada escena que me cogió por completo desprevenido: George, visiblemente agitado, tenía inmovilizado a un tipo de unos treinta y cinco años, bastante flaco y desaliñado. Con una rodilla puesta sobre su espalda, lo tenía boca abajo, asiéndole firmemente las muñecas con una mano y empujándole la cabeza contra el suelo con la otra.
A pesar de que el tipo parecía más alto, George lo había disminuido sin mayores problemas.
Me detuve ante ellos, sorprendido.
George me miró y sonrió, respirando afanosamente.
—Adivina qué, viejo Alan. ¡Tenemos visita!
—¿Quién es, George? ¿Qué pasó…? ¿Necesitas ayuda?
—Hey, Alan, vamos por partes. No me apabulles a preguntas.
—Y tú no me apabulles con gritos. Para tu información, estaba plácidamente dormido cuando empezaste a gritar mi nombre como un loco.
—Pues para tu información, Alancito, deberías darme las gracias.
—¿Ah, sí?
—Sí. Yo no conozco al tipo este, pero creo que tú sí lo conoces muy bien.
—¿De qué mierda estás hablando? —pregunté, cada vez más desconcertado.
—A ver, chico, alza la cabeza y saluda a mi amigo —dijo George dirigiéndose a su presa.
Éste gruñó por toda respuesta.
—Bueno, tendré que hacerlo por ti —dijo George, y acto seguido agarró al tipo por los cabellos y alzó su cabeza para que yo lo viera. Entonces la comprensión llegó. Claro que lo conocía. Bueno, lo que se dice conocerlo, no. Pero sí lo distinguía a la perfección: era el tipo que me había estado siguiendo las últimas semanas, el mismo que me pegó ese susto de muerte el otro día en la cocina, la primera vez que llevé a Valeria a casa. Estaba más ojeroso y flaco que antes, con lo que su aspecto dejaba mucho que desear, pero no había duda de que era el mismo.
El tipo me miró, notó que yo lo había reconocido, y esbozó lo que parecía ser lo más cercano que podía remedar a una sonrisa.
—Señor Santos —dijo, y esa fue sólo la primera de las muchas sorpresas que nos depararía la tarde.
George rió sonoramente.
—Así que el maldito sabe tu nombre.
Yo lo miraba de hito en hito sin salir de mi estupor.
—Señor Santos —repitió, ignorando la burla de George—, no era esta la forma en que esperaba conocerlo, pero agradecería que le dijera a su amigo que me suelte. Vengo en son de paz.
—¡Con que viene en son de paz, ¿eh?! —exclamó George y rió nuevamente por la ocurrencia, sin mermar un ápice la fuerza con la que retenía al tipo—. Si viene en son de paz entonces supongo que tendrá una explicación razonable para haber estado siguiendo a mi amigo todo este tiempo.
—George tiene razón —dije yo.
—¡Claro que la tengo! Hace un rato llegué y lo vi espiando otra vez desde la linde del bosque. Creo que tuvo muy mala suerte conmigo, que siempre me las pesco. No quise decirte nada, Alan, no fuera que con lo pelotudo que eres a veces terminaras delatándonos. Decidí guárdame el secreto y hacer algo por mi propia cuenta. —Me guiñó un ojo—. Volví a mi auto, di un rodeo, y luego me adentré en el bosque para cogerlo por sorpresa. Supongo que le encanta la arquitectura de tu casa, viejo Alan, porque no dejaba de mirarla, como si no quisiera perderse ni un solo detalle.
—Eres un cabrón, George —reí yo. A pesar de que acababa de demostrarme que no confiaba mucho en mí para algunas cosas (hecho que nos podría crear contratiempos en el futuro), estaba claro que se le ocurrían muy buenas ideas a veces.
—¿Y qué querías, que lo dejara seguir jugando al espía?
—Tengo una explicación para eso —adujo el tipo.
—Tendrá que ser una muy buena, si te digo la verdad —repliqué yo.
—Estoy de su parte, señor Santos.
—¿Ah, sí? —intervino George—. Pues comprobar eso va a ser aún más difícil. ¿Cómo podemos estar seguros de que dice la verdad?
—Bueno, ¿por qué no me suelta y hablamos con calma?
—Mmm… Déjame pensarlo… —dijo George—. No, mejor no.
—Señor Santos, dígale que me suelte. Si creen que puedo hacer algo en su contra, creo que entre los dos podrían inmovilizarme de nuevo fácilmente.
Miré a George y asentí, y a pesar de que no le gustó mucho la idea, lo soltó.
El tipo se incorporó con dificultad, se sacudió de la ropa las hojas que se le habían impregnado y luego se estiró, descansando los músculos.
George se situó cerca de él, por si intentaba algo. Intercambiamos una silenciosa mirada de circunstancias, y luego miramos al tipo. Parecía bastante maltrecho y desnutrido.
—Bueno, empiece de una buena vez —exigí.
Me miró, luego a George, y de nuevo a mí.
—Discúlpeme por haber estado siguiéndolo, señor Santos, pero tenía que estar seguro de que no estaba cometiendo un error al tratar de contactarlo.
—Disculpa concedida —dije—. Hable.
—Yo soy, o mejor dicho, era uno de los hombres al servicio de Alcides Carvajal.
George se puso en alerta de inmediato y tuve que frenarlo para que no se le echara encima al tipo otra vez. Por mi parte, estaba sorprendido por algo muy diferente.
—¿Alcides? ¿Así se llama?
—Sí. Aunque, aparte de su madre, son muy pocos los que lo llaman por ese nombre.
—Es verdad —concordé yo—, nunca supe en realidad cuál era su nombre de pila.
—Bueno, como le estaba diciendo, yo era uno de los hombres de Alcides Carvajal. Creo que me obligaron a hacer el pacto por la misma época en que usted se puso a su servicio. Nunca nos cruzamos, pero sí llegué a verlo de lejos alguna vez. Lo quedé reconociendo porque tiene cierto parecido con su padre.
—¿Conoció a mi padre? —pregunté curioso.
—Muy poco, pero sí lo conocí. Alcides le tenía especial confianza, así que si uno estaba a su servicio, era inevitable conocerlo a él también.
—Vaya al grano —dijo George—. Dejemos las relaciones públicas para después.
El tipo lo miró con cara de pocos amigos. Era evidente que nunca estuvo en sus planes tener a un tercer personaje en esa conversación, y menos a alguien como George. Aun así, yo también quería saber qué se traía el tipo, así que le dije:
—Será mejor que haga caso a mi amigo. No querrá que se ponga de malas pulgas.
El tipo respiró hondo, exasperado, y espetó:
—¡Como quieran!
—Genial —dijo George—, por fin una frase razonable.
—Si lo he buscado, señor Santos, es porque estoy harto de estar al servicio de Alcides, por más que el pacto me tenga encadenado a ello. No sé si ya se habrán enterado, pero sus planes están llegando demasiado lejos. El alcalde de Nérida renunció hace poco a su cargo y el nuevo mandamás es uno de los tipos de ese bastardo. Los estragos políticos y económicos están comenzando a verse por toda la capital. Y para colmo, el presidente ha empezado a actuar un poco raro. Lo que es clara señal de que un susurrante está calentándole el oído.
—¡Vaya! —exclamé, ciertamente estupefacto—. Eso es grave.
—Y que lo diga. No sé por qué nadie más se ha rebelado…, de los que estamos muertos, quiero decir; los vivos no tienen de qué quejarse. Supongo que es porque estamos atados a su voluntad y en el fondo esperamos que algún día nos libere. ¡Qué ilusos!
—¿Quiere decir que usted se rebeló? —preguntó George.
—Sí, así es. Me cansé de estar a su servicio. Además, para nadie es un secreto que Alcides Carvajal está perdiendo fuerza. Tiene a muchos muertos susurrantes a su servicio, y vivos ni se diga, pero el número dejó de ir en aumento desde hace unos cuatro años, que fue justamente por la época en que usted, señor Santos, desapareció.
—“Desapareció” es una forma muy linda de decirlo —repliqué yo—. Sus gandules me persiguieron como a una rata, y al final decidí dejarlos con las ganas de echarme el guante. Me pegué un tiro, para su información.
—Bueno, como sea. El caso es que a partir de ese momento muchas cosas cambiaron.
—Creo saber por qué… —dije.
—¿Me he perdido de algo? —dijo entonces una voz a mi espalda. Me volví.
Era Valeria.
—Hola, Valeria. ¿Pasa algo? —preguntó George.
—Sí, pasa que me asomé y no vi a Alan por ninguna parte. Di una vuelta por ahí y entonces escuché voces. Si querían guardarme el secreto, la cosa se fue al garete.
—No, no es eso —dije yo.
—¿Entonces de qué se trata?
—Es que tenemos un nuevo invitado —intervino George—, y no queríamos importunar a las damas.
—Ajá —corroboré yo.
—Ya veo —dijo ella. Observó al tipo y, ajena como estaba a la situación, decidió presentarse ella misma. Se le acercó (George y yo nos miramos preocupados, listos para hacer algo por si el tipo decidía ponerse pesado) y le dijo—: Hola, mi nombre es Valeria Ramírez.
De repente el tipo, teniendo ante sí a una hermosa pelirroja, decidió ponerse simpático.
—Un gusto conocerla. Mi nombre es Diego Bialos.
—Si vamos a hacer presentaciones, hagámoslas bien. Yo soy George Valencia, conocido en otro tiempo como Skull. Y el tipo aquí a mi lado es Alan Santos, pero a él ya lo conocía, ¿no? Porque, verás, Vale,…
—Valeria —dijo ésta.
—Verás, Valeria, el señor Bialos es uno de los famosos y nunca antes bien ponderados Muertos de Carvajal, el mismo grupo que, justamente, le metió todas esas ideas locas en la cabeza a tu padre y a sus amigos. A lo mejor él también estuvo involucrado en el asunto que los llevó a la ruina, no obstante lo cual se te presenta todo simpático, como si nada hubiera pasado.
El anterior semblante alegre de Valeria mudó en una expresión de consternación dolida.
—O corríjame si me equivoco, señor —terminó George con su perorata.
Diego Bialos nos miró de uno en uno.
—Entiendo su animadversión, señor Valencia, pero créame cuando le digo que no vengo con malas intenciones. Y ya que lo dice, sí se equivoca conmigo. Reconozco que lo que ha mencionado es cierto, y que es a lo que se dedican gran parte de los que hasta no hace mucho llamaba “colegas”, pero no era ese mi campo. Yo me dedicaba a algo totalmente diferente, pero de vital importancia para los intereses de Alcides Carvajal…
—¿Alcides? —atinó a preguntar Valeria.
—Carvajal, a secas, si así lo prefieres —dijo George—. Es el mismo.
—No obstante —continuó Bialos—, al ver el alcance de sus intereses, que ahora empiezan a sobrepasar el límite de lo aceptablemente soportable para pasar a ser algo ya del todo inaceptable hasta para el tipo más gamberro que al menos tenga tres dedos de frente, decidí tirar la toalla e irme de manera silenciosa. Sobre todo luego de hallar lo que precisamente he estado buscando todo este tiempo.
—¿Y qué es eso tan importante que encontró, Bialos? —pregunté.
—A usted, señor Santos. Me refiero a usted.


Y decía yo que estaba cansado de las sorpresas.
Pero así es la vida… Bueno, la muerte también. Tanto en vida como en muerte, la existencia no deja de parecer una tía embustera adicta al sarcasmo. No obstante, todo esto empezaba a arrojar una nueva luz. Quizá tener a alguien cercano a Carvajal, alguien que sabía verdaderamente lo que se cocía, podía convertirse en el comienzo de la línea de acción que habíamos estado esperando. A lo mejor, pensé, Ferrari podría averiguar algo sobre los antecedentes de Diego Bialos.
Ahora, sin embargo, había que aprovechar su locuacidad y sonsacarle toda la información que estuviese dispuesto a aportar.
—Con que yo, ¿eh? —pregunté—. ¿Y podría saber por qué soy yo tan importante ahora para Carvajal?
—Creo que eso lo sabe usted mejor que yo, señor Santos.
Muy a mi pesar, el tipo tenía razón. Aún no había olvidado que al huir de Soledad con el libro que tan importante era para Carvajal, le había desbaratado gran parte de sus planes. Es sólo que con los años, y al ver que pasaba tanto tiempo y mi muerte no creaba mayores estragos, decidí restarle importancia al asunto, y luego me fui olvidando.
—Y es algo que a usted no le interesa, señor Bialos —dije—. Pero cuénteme, si decidió mantenerse al margen y no soplarle a Carvajal mi paradero, ¿por qué comenzó a seguirme? ¿Por qué no simplemente me dejó en paz?
—Porque quiero hacer algo al respecto, y creo que usted…, o ustedes —corrigió, abarcándonos a todos con la mirada— pueden ayudarme.
—Eso lo decidiremos luego —dijo George—. Pero, antes que nada, creo no equivocarme al pensar que hay algo que no nos has contado, Alan. Y si vamos a tomar una decisión, será mejor que nos pongas al tanto primero.
Tenía razón. Aún no les había contado el episodio de Soledad.
—Bueno —acepté—, hace poco estuve pensando en ello. Tengo algo que contarles respecto a mis últimos días en vida, de cómo escapé y por qué. Es sólo que no había encontrado el momento adecuado.
Miré a Valeria, que había entrado en un extraño mutismo; estaba pensativa y cabizbaja; luego a George, que me observaba fijamente. Entonces me dirigí al tipo ese, Bialos:
—¿Podría dejarnos un rato a solas? Tengo algo que contarles. No tardaré mucho.
—Si se trata de todo lo que ocurrió en Soledad, descuide, señor Santos. Estoy al tanto. No olvide que yo tuve que pasar por lo mismo. Además, conozco perfectamente la forma en que se deshizo de Vargas y Coppola, y de cómo escapó en su auto, dejando a uno de ellos con un dolor impresionante en las pelotas, por cierto.
—Creo que me estoy perdiendo de algo, Alan —dijo George—, y no me gusta nada. Odio cuando soy el único que no tiene idea de lo que los demás están hablando.
—Ya somos dos —habló Valeria por primera vez en varios minutos—. Suelta el rollo, Alan.


Así que lo hice.
Obviando detalles para no hacer demasiado larga la historia, y ya que el sol se había puesto hacía varios minutos y no pasaría mucho tiempo antes de que no pudiéramos vernos las caras, les conté rápidamente todo el episodio de Soledad, hecho que ya narré con anterioridad en este Diario. Les hablé de los continuos engaños con que Carvajal arrastraba a sus hombres a ese pueblo dejado de la mano de Dios para obligarlos luego a realizar un pacto de sangre bajo el cual quedaban atados a él, a sus órdenes, para luego asesinarlos y ponerlos a trabajar para él en este plano.
Expliqué todo sobre aquél extraño y desolado pueblo, Soledad (pensándolo bien, el nombre le cae de perlas), sobre las ruinas y sobre la cámara subterránea a la que me habían conducido. Les hablé de lo asustado que me había sentido al comprobar lo que querían hacer los tipos esos y de cómo me las había arreglado no sólo para dejarlos desarmados y golpeados, sino además para huir con el cargamento principal a bordo: el libro.
—Espera un momento —dijo entonces George—. ¿Se trata del mismo…? —Cayó en la cuenta de que Diego Bialos estaba todo oídos, y se interrumpió diciendo—: Olvídalo. Iba a decir una estupidez.
—Sí —dije yo, mirándolo significativamente—, eso veo. Eres muy dado a las estupideces.
George tuvo que sonreír con aire inocente.
Valeria, a quien ya había puesto al tanto del sueño (del Flaco, el libro y el pacto que hicimos), además de todo lo concerniente al encuentro con Ferrari, también notó que George había estado a punto de meter la pata. Aun así, le restó importancia, en espera de que Bialos hiciera lo mismo.
—Así que escurriste el bulto y huiste con el libro… —dijo ella.
—Así es —respondí—. Cuando salí de Soledad como alma que lleva el diablo, sabía que sería una estupidez ir a Nérida, así que me encaminé a Los Altos. Pero antes de ir a cualquier parte di un rodeo y escondí el libro. No sé si tardé tanto tiempo, el suficiente para que ocurriera lo que pasó, pero cuando quise ir donde mi ex novia encontré a toda una legión de tipos por los alrededores, pendientes de mi llegada. Tuve suerte de que no me pillaran.
»Así que di media vuelta y me fui para Nérida, suponiendo que ellos pensarían que yo no iría ni loco a la cueva del lobo. De todas formas, el poder de Carvajal llega a muchas partes y son muchos los que trabajan para él como simples informantes. Alguien dio el chivatazo y terminaron cercándome en la casa donde me escondía.
»Estaba oculto en el sótano, pero eso no sirvió de nada. Me pescaron. Así que me pegué un tiro.
»El resto es historia…
—Pero hay algo que no entiendo —dijo Valeria—. Si ese hombre tiene poder en ambos planos, ¿por qué no siguió buscándote?
—Eso es sencillo —intervino Bialos—. Él supuso que, puesto que no había logrado atarte por medio del pacto, te habías ido derechito para el orto. Es decir, para el Cielo, el Infierno o donde sea que se vayan los que pasan sin pagar peaje en este plano. Supuso que una vez muerto, encontrarte sería como buscar una aguja en un pajar. Le parecía más fácil buscar el libro.
—Pero nunca lo encontró —acotó George.
—Así es. Nunca lo halló, pero…
—Pero ¿qué? —pregunté yo. Ese “pero” me había causado muy mala espina.
—Pero… Bagliatto, que no sólo es su contador sino uno de sus hombres de más confianza, lo convenció de que nada perdería si hacía una nueva intentona de buscarlo, señor Santos.
—¿Ah, sí? —dije yo, con un nudo en la garganta.
—Sí. Esa fue la tarea que me encargaron. A mí y a otros cuatro. Sólo que los otros están muy lejos de aquí, buscándolo por otros derroteros.
—Bueno, ya me ha encontrado. ¿Qué es lo que quiere que haga?
—Ese no es el punto, señor Santos. Como le dije, yo ya decidí que no quiero trabajar más para Alcides, a pesar de que estoy atado a él hasta que todo esto termine.
—¿Entonces cuál es el punto? —indagó Valeria.
—El punto es, señores y señorita, que Alcides Carvajal ha decidido hacer algo más que poner a sus muertos a buscarlo. Alcides ha decidido utilizar una carnada. Cree que quizá así el señor Santos salga de su agujero.
—¡¿Una carnada?! —exclamó George.
Yo, la verdad, me había quedado mudo.
—Sí —confirmó Bialos—. Cuando habló de su ex novia, señor Santos, supongo que se refería a Jessica Posada.
Lo miré estupefacto, y asentí sin poder modular palabra. Supongo que un muerto desmayándose suena ridículo, pero juro que estuve a punto de hacerlo.
George, finalmente, habló por mí:
—¿Qué pasa con ella? Hable, Bialos, si no quiere que cambie la geografía de su cara. ¿Qué demonios pasa con ella?
Diego Bialos chasqueó la lengua, dando a entender su decepción.
—Veo que están muy atrás de noticias —dijo—. No quiero parecer pedante ni nada de eso, pero creo que me deben una. —George lo taladró con la mirada. ¡Hable!, decían sus ojos—. Siento decirles que Jessica Posada fue secuestrada hace un par de semanas mientras salía de su casa para el trabajo…





1 comentario:

PAOLA RUIZ dijo...

Ahh,George,como siempre GENIAL.Me encanto la referencia al pueblo de Soledad,hecha en el capitulo anterior y aca tambien.Todavia no me quito esa historia de la cabeza ;)

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