sábado, 19 de marzo de 2011

BIENVENIDOS A SOLEDAD - (Parte 3 de 4)

 
BIENVENIDOS A SOLEDAD
(Parte 3 de 4)





13

¿Te estamos esperando?, se preguntó Víctor inmediatamente. Tenía entendido que la vieja se hallaba sola, a excepción de los hombres que estaban realizando las obras de mejoras en la vivienda. Hombres que, por cierto, Víctor no había visto en ningún momento. ¿A qué se refiere con “estamos”? ¿Quién más hay ahí afuera?
—Vamos, Víctor, no seas tímido —repitió la anciana con tono burlón—. Sal de ahí. Te tenemos preparada una sorpresa.
¿Sorpresa?
Si era verdad que la anciana le tenía una sorpresa, no quería descubrir qué era. No viniendo de alguien que lo había puesto es semejante situación.
Se asomó un poco, tratando de vislumbrar algo, pero desde el lugar en el que estaba sólo alcanzaba a ver una pequeña parte de la puerta y una de las paredes del salón, a la que Víctor le había prestado muy poca atención pues estaba cubierta casi en su totalidad por unos inmensos cortinajes que llegaban hasta el suelo. Se escucharon nuevos murmullos. Víctor posó de nuevo su espalda contra la pared del túnel, cerró los ojos y respiró profundamente.
Analizando un poco el asunto, Víctor pensaba que en realidad sus opciones eran mínimas. Podía aventurarse de nuevo en el túnel y buscar una salida, pero ya había comprobado que eso era casi imposible. El sólo hecho de pensar en perderse en ese laberinto de túneles y escaleras le daba escalofrío.
Por otra parte, podía salir de allí y encarar a la vieja y su dudosa sorpresa. Casi era preferible eso a seguir vagando por el túnel.
Abrió los ojos, y su expresión demudó en un gesto de fiera determinación. Saldría y averiguaría qué demonios querían... Sí, querían. Ya no había duda de que la vieja tenía compañía. De todas formas, decidió que eso poco importaba. En el fondo pensaba que podía haber dos personas, diez o un centenar, pero la única realmente importante en todo aquél asunto era Margarita Benavides. En ella residía la clave de aquella extraña historia llena de misteriosas puertas, antiguos cuadros y enigmáticas familias.
Fuera como fuese, les mostraría quién era Víctor Hugo Tejada.


14

Salió sin prisas, tratando de aparentar tranquilidad. Apartó la puerta con su brazo izquierdo y observó las personas reunidas a pocos metros de las puertas. Lo primero que notó, aparte del pequeño grupo, fue que el montón de cachivaches había sido amontonado de cualquier manera contra la pared opuesta, aquella de la que colgaban las pinturas pertenecientes a la familia Benavides. Supuso que lo habían hecho diligentemente mientras él se encontraba buscando la salida en las profundidades del túnel.
Desvió la vista hacia Margarita Benavides, que encabezaba el grupo. Decidió ignorar a los demás por el momento para demostrarles que no se sentía intimidado. Aun así, vio que todos eran hombres, de cincuenta años o más, a excepción de una mujer que no debía medir más de metro y medio de estatura.
Todos lo observaban inmutables.
—¿Y bien? —preguntó Víctor, dirigiéndose a la señora Benavides.
La vieja lo miró con una sonrisa maliciosa. Su aspecto desagradable y avejentado se había acentuado. La dulce y agradable anciana que le había dado la bienvenida en el porche de la casa había desaparecido por completo.
—Es de mala educación hacer esperar a nuestros invitados —dijo.
—Si pretende hacerse la graciosa, señora Benavides, está perdiendo el tiempo. Vaya al grano y dígame qué es lo que pretende de mí. O, de lo contrario, déjeme salir de aquí.
—Está bien, está bien, jovencito; lo haré. Te explicaré por qué estás aquí y qué es lo que queremos de ti. Es más fácil de lo que crees —dijo ella sin dejar de sonreír.
—Usted pretende que yo le dé algo… —no era una pregunta.
—Así es.
Víctor no pudo evitar reír por aquella ocurrencia.
—Bueno, ¡dígalo de una buena vez!
—Queremos tu sangre —respondió la anciana y su sonrisa fluctuó.
Víctor dejó de sonreír.
—¿A qué se refiere con eso?
—Tu sangre. Ese líquido rojo que corre por tus venas. Supongo que lo has visto alguna vez…
—Déjese de charlas, señora Benavides.
—Oh, bueno —dijo ella—, sólo quería que lo tuvieras claro.
—¿Para qué quiere mi sangre? ¿Es un vampiro o algo por estilo?
—No. No lo soy. De hecho, no me simpatizan. Lo que pasa es bastante simple. Eres un Tejada y te necesitamos. Es decir, necesitamos tu sangre.
Víctor empezó a concebir una terrible sospecha.
Contó disimuladamente las personas que acompañaban a la anciana. Eran ocho. Nueve contándola a ella. Comenzaba a desechar la idea, pero lo pensó mejor. Aguzó el oído y en ese momento sintió un leve susurro a su espalda. Volteó rápidamente, pero era ya demasiado tarde. Un hombre negro de casi dos metros de altura se había acercado a él empuñando un madero con forma de bate, acompañado de un sujeto albino de menor estatura pero casi tan corpulento como el negro. Estaban tras la puerta y Víctor no los había visto al salir. Qué extraña combinación, pensó incoherentemente, antes de que el negro le asestara un contundente golpe en la cabeza con el madero.
Víctor cayó de espaldas al suelo, con la vista nublada y un palpitante dolor en la sien izquierda. La sangre comenzó a deslizarse por su cara. Esto no puede estar pasando, pensó por enésima vez.
Y entonces perdió el conocimiento.


15

Cuando volvió en sí estaba siendo arrastrado por los dos hombres a través del salón. Se sentía mareado y desorientado, y la cabeza seguía doliéndole en lentas pulsaciones.
Miró al frente parpadeando, tratando de aclarar la vista, y vio que las grandes cortinas que viera anteriormente habían sido removidas, dejando al descubierto una sala anexa por completo diferente al salón principal. Las paredes eran de roca y no tenían ninguna clase de adornos, a excepción de algunos extraños dibujos casi imperceptibles. Estaba iluminada por unas antorchas que le daban un aire siniestro al recinto. En el centro de la estancia había una serie de sillas talladas en la roca, distribuidas en forma circular.
Los dos hombres llevaban a Víctor casi en volandas, sin tocar apenas el suelo del salón. Los demás caminaban a los lados con cierta expectación.
En ese momento llegaron a un gran arco que servía de entrada a la sala, subieron cuatro escalones esculpidos en la roca y algunos de ellos comenzaron acomodarse tranquilamente en los sillones. Fue entonces cuando Víctor, al estar más cerca del círculo, se dio cuenta con horror que en el centro de este se abría un abismo sin fondo que despedía un olor nauseabundo que le pareció desconocido, como un hedor proveniente de tiempos pretéritos.
Por un momento pensó que se proponían arrojarlo al agujero y se debatió con fuerzas tratando de librarse de sus captores. Éstos lo controlaron sin problemas y lo ubicaron en una de las sillas exteriores. El negro lo sostuvo con fuerza mientras el albino lo ataba con unas gruesas cuerdas al respaldo de la silla.
—Cálmese, jovencito —dijo entonces la vieja.
Estaba de pie frente a él, al otro lado del foso, con las manos apoyadas en el respaldo de su respectiva silla. Víctor la taladró con la mirada.
—Oh, por favor. No me mires así —rió la anciana—. No hieras mis sentimientos.
Víctor prefirió no decir nada. Era una pérdida de tiempo.
El albino terminó de atarlo, comprobó que las cuerdas estuvieran bien sujetas y tomó asiento junto al negro. Todos se hallaban ya en sus correspondientes lugares y Víctor notó que las posiciones guardaban el mismo orden de los cuadros y las puertas. Miró a su izquierda y creyó reconocer al hombre que se hallaba junto a la líder de la Familia Ricaurte. Éste le devolvió la mirada inexpresivo.
La anciana tenía ahora un semblante pensativo. Miraba a Víctor detenidamente como si estuviera meditando algo. Finalmente chasqueó la lengua y tomó asiento.
—Víctor…, Víctor… —dijo—. Te buscamos por cielo y tierra, ¿sabes?
Ahora todas las sillas estaban ocupadas, excepto una. Era la que estaba a la izquierda de la anciana. Víctor trataba de descubrir a quién pertenecía cuando se escucharon pasos que se acercaban. Tenían una extraña resonancia, despareja, como si su dueño fuera cojo o algo por el estilo.
—Margarita —dijo entonces el recién llegado—, todo está orden. Podemos comenzar.
Aun antes de verlo, Víctor supo que se trataba de Saúl Peña. Y, en efecto, un instante después se situó a su lado y lo saludó:
—¡Señor Tejada! Es decir…, Víctor. Veo que lo están tratando de maravilla. Siéntase como en casa —dijo, y le guiñó un ojo, para luego dirigirse a su respectivo puesto.
—Bueno —dijo la señora Benavides—. Estamos todos finalmente.


16

—¿Puedo saber de una vez por todas de qué se trata todo esto? —preguntó Víctor.
—Claro, joven —dijo Margarita Benavides—. Supongo que te tendríamos que poner al tanto para que entiendas por qué estás aquí. Es lo más justo.
—¡Vaya! ¡Un poco de justicia al fin! —exclamó Víctor con tono irónico.
La anciana le dedicó una ladina sonrisa.
—Bueno, llámalo como quieras. El hecho es que ahora, para bien o para mal, te guste o no, eres uno de Los Trece.
—¿Los Trece?
—Sí... Supongo que ya te habrás dado cuenta de que somos trece familias y de que a cada una le pertenece una de las puertas que llevan a este recinto.
—Sí, ya me di cuenta. Pero sigo sin entender a dónde lleva todo esto.
—No te preocupes; lo sabrás.
—Ajá… Estoy esperando…
—Poder. De eso se trata, para simplificarlo un poco. Un poder sin límites.
—¿Poder? ¿Y cómo pretende conseguirlo? ¿Con una especie de culto bizarro?
—Bueno, no estás tan desencaminado, jovencito. Aunque, en primer lugar, no es un culto bizarro. Y en segundo lugar, el poder lo obtuvimos hace muchísimo tiempo. Si estamos reunidos aquí esta noche, es con el fin de perpetuarlo.
—¿Crees que es necesario contarle todo esto, Margarita? —intervino entonces la pequeña y anciana mujer, líder de la Familia Montes, con una voz grave y pausada.
—Sí, así es. Creo que es necesario —respondió la señora Benavides con tono neutro.
Amelia Montes se arrellanó en su asiento sin decir nada más. Entonces se oyó otra voz. Era del hombre situado a la izquierda de Víctor. El representante de la Familia Ricaurte.
—Discúlpame, Margarita, pero todo esto me parece una pérdida de tiempo.
Se escucharon varios murmullos de aprobación.
La anciana alzó sus manos pidiendo silencio, y los murmullos cesaron.
—No tienes que pedir disculpas, Alberto Ricaurte. Cada uno es libre de expresar su opinión. No obstante, quiero poner al tanto a Víctor Tejada de todos los hechos principales, no sólo con el ánimo de que entienda y acepte su destino, sino también para recordarnos a nosotros mismos por qué estamos aquí.
—Como tú digas, Margarita —aceptó Alberto.
Todos guardaron silencio.
A Víctor lo embargaba una sensación ominosa. Presentía que lo que iba a escuchar lo dejaría pegado al asiento. Con cuerdas o sin ellas.
También guardó silencio.
Entonces Margarita Benavides, hija de Fausto, comenzó a hablar.


17

—Mi padre lo buscó por años. El poder, quiero decir. Ansiaba el poder, en todos los ámbitos, y no le importó arriesgar su vida con el fin de conseguirlo. Siempre fue un hombre ambicioso, y lo logró. Con el sudor de su frente, y a costa de grandes sacrificios, pero lo consiguió.
»Poder, riquezas y demás… Todo eso lo consiguió. Pero para él eso no fue suficiente. Quería encontrar la forma de perpetuar ese poder. Alargar su vida. Hacerlo extensivo a su descendencia. Y sabía que para hacerlo tendría que acudir a fuerzas de más allá de este mundo. Fuerzas oscuras si era necesario.
»Y lo fue, por supuesto.
»Las fuerzas del bien no suelen servir en estos casos…
»Descubrió un rito pagano en uno de sus innumerables viajes. Eso fue al sur de Asia, si no me equivoco y la memoria no me falla.
—No me irá a decir que adoran a Satanás… —interrumpió Víctor.
—No. La invocación de Satanás es más complicada y peligrosa. Nuestro Rito está dedicado a uno de sus lugartenientes. Belcebú. No diré que es más fácil, pero sí más asequible que la invocación a Satanás…
»Supongo que habrás oído hablar, jovencito, de historias de gente que vendió su alma al diablo o cosas parecidas. Destripar un gato negro en medio del bosque mientras le das vuelta a una hoguera; derramar la sangre de una gallina negra el Día de Todos los Santos, y un sinfín de estupideces más. Son sólo habladurías creadas por mentes febriles en busca de protagonismo. Borrachos que pretenden asombrar a sus amigotes inventando historias en medio del vapor del alcohol…
»No es tan fácil, jovencito. Mi padre tardó muchos años investigando, tratando de encontrar algo definitivo, y por fin dio con una ceremonia que podría arrojar los resultados que deseaba. Fue en una población del Oriente Medio llamada Ecrón, situada cerca al lugar donde alguna vez estuvo Mesopotamia. Una tribu llevaba siglos practicando el Culto a Beelzebub, aunque pocas veces se referían a él por ese nombre. Lo llamaban El Señor de las Moscas.
»Mi padre estuvo un par de años aprendiendo las bases del culto. Aprendió rápido, pero para llevar a cabo lo que se proponía necesitaba dos elementos principales. El más importante de ellos era encontrar una de las Puertas de Belcebú. No se sabe cuántas hay, pero había una técnica para encontrarlas…
»El caso es que mi padre la encontró. Tardó casi diez años. La tienes al frente tuyo, jovencito.
A Víctor se le hizo un nudo en la garganta. La historia de la vieja lo tenía atrapado y aterrorizado al mismo tiempo. Se volvió a sorprender por el hecho de que hacía apenas unas horas estuviera paseando tranquilamente por los campos de Soledad y que ahora se hallara en medio de un culto a Belcebú, Beelzebub o como fuera que se hiciera llamar.
Respiró profundo y trató de mantener la compostura.
—¿Recuerdas que te dije que mi padre construyó esta casa con sus propias manos a principios de siglo? —preguntó entonces la anciana.
Víctor asintió.
—Bueno, en realidad la construcción comenzó en 1822, y no lo hizo solo. Mientras la mayor parte de la gente andaba con la mente puesta en locos planes de independencia, mi padre viajaba por el mundo en busca de su propósito. Cuando encontró la Puerta, alrededor de 1810, creo recordar, quiso llevar a cabo su plan de inmediato. Y eso le costó caro…
»Te decía que para realizar el culto se necesitaban dos elementos principales. Uno era la Puerta, por supuesto. El otro…
»El otro elemento era la sangre de trece personas, incluyendo la suya propia, pertenecientes a sendas familias sin ninguna clase de parentesco entre sí. El problema era que la sangre debía ser ofrecida voluntariamente y los resultados beneficiarían no sólo a mi padre, sino también a cada una de las familias. Mi padre lo sabía, pero no le prestó la debida importancia; era un poco egoísta. Tomó la sangre por la fuerza y eso por poco fue su perdición. El Rito no funcionó como debía y los efectos secundarios fueron desastrosos. Sus hijos nacieron con extraños defectos y deformidades. Eso si nacían con vida, claro, pues algunos de ellos murieron luego de ser dados a luz. Un par murieron en el vientre de mi madre. Yo me salvé. Fui la última de su descendencia y, por alguna razón, me salvé.
Todos los presentes miraban a Margarita Benavides con una expresión de reverente respeto. Habían escuchado la historia antes, pero nunca dejaba de asombrarlos.
—Fue entonces cuando mi padre decidió construir esta cámara subterránea. Había decidido repetir el Rito, pero esta vez no quería errores. Poco a poco fue reuniendo a las Trece Familias. Todas ellas de gran influencia y residentes en regiones aledañas. Ellas lo ayudaron a construir todo esto. El salón que rodea la Puerta, los túneles que llevan hasta él, la casa que se encuentra en la superficie… y las trampas.
—¡¿Trampas?! —exclamó Víctor.
—Sí, trampas. Las trampas y los laberintos. Fue una suerte que no te perdieras ahí abajo, jovencito. Esos túneles se extienden por kilómetros. El más largo es precisamente el tuyo. Es decir, el que pertenecía a tu Familia. Tiene quince kilómetros de largo y desemboca en una pequeña cabaña propiedad de tu bisabuelo…
»No fue nada fácil construirlos, según me contó mi padre. Tardaron veintitrés años, pero la ambición y la sed de poder logran maravillas, créeme. Además, no tenían nada qué perder y sí mucho qué ganar. Cuando todo estuvo a punto para el Primer Rito… —entrecerró los ojos haciendo memoria—, eso fue en 1845…,  yo tenía unos siete años…
—Un momento —interrumpió Víctor nuevamente—, ¡eso es imposible! Estamos en 1977. Si lo que usted dice es verdad, entonces tendría…
—Ciento treinta y nueve años. Muy bien vividos, por cierto. Es uno de los efectos de lo que hemos venido llevando a cabo desde 1845.
»Todo salió según lo previsto. Desde ese año, las Trece Familias han gozado de una prosperidad sin límites. Riqueza, fortuna, poder…, y una larga vida además. Por alguna razón, el Rito influye de manera permanente en la longevidad de los Regentes. Creo que soy yo la que me he visto más beneficiada por ello. El Señor de las Moscas…, Belcebú, parece elegir al azar a uno de los Regentes como cabeza de las Familias. Primero fue mi padre; ahora yo. Y de igual manera, la longevidad parece ser arbitraria. Muchos de los Regentes han vivido más de un centenar de años, pero otros han muerto de causas naturales a una edad completamente normal. Esto, aclaro, sólo aplica para los miembros que vierten su sangre en el Rito. El resto de la familia no sabe absolutamente nada. Es un secreto que cada Regente deposita en una única persona de su familia. Casi siempre es uno de los hijos, aunque no todas las veces.
»Mi padre lo depositó en mí desde que cumplí la mayoría de edad, no obstante lo cual fue él quien estuvo presente en los dos siguientes Ritos de Perpetuación, antes de morir de cáncer en 1914, a la edad de ciento treinta y cuatro años…
—¿Ritos de Perpetuación? —preguntó Víctor.
—Así es, jovencito. No querrías enterarte de lo que fue el Primer Rito. Todo estaba muy bien planeado, pero eso no significa que no fuera harto difícil y aterrador. Mi padre me lo contó una sola vez y prefiero no recordarlo… Fue realmente sangriento y espeluznante…
»Pero el Rito de Perpetuación es…, digamos…, menos complicado. Como el nombre lo dice, este Rito perpetúa los efectos y favores que las Trece Familias se ganaron en el Primer Rito. Es necesario hacerlo cada treinta y tres años, sin falta, en el solsticio de invierno, que en estas latitudes ocurre entre el 20 y el 23 de junio. En cualquiera de esos días está bien, aunque siempre hemos preferido hacerlo en la noche del 21.
»Hoy es 21, así que todo ha salido perfecto. 
—Pero hay algo que no entiendo —dijo Víctor. Muy a su pesar, se sentía interesado por semejante historia—. ¿Los cuadros…?
—¡Oh, los cuadros! Sabía que lo preguntarías. Bueno, no todos datan de la misma época, pues algunos han sido… actualizados, por decirlo de alguna manera. El que pertenece a mi familia nunca se cambió. Me encanta esa pintura. Y el más reciente creo que es el de los Ricaurte. ¿No es así, Alberto?
—Así es —confirmó éste.
—Supongo que querrás saber algo de los Tejada.
—¿Qué…? Oh, sí… Por supuesto —balbuceó Víctor sintiendo un vacío en el estómago. El dolor de cabeza había remitido.
—Bueno, la pintura data de la época en que murió mi padre. Tu abuela ya había nacido, pero por alguna razón que ahora no recuerdo, no apareció en el retrato. Creo que fue por deseo de tu bisabuelo. El caso es que…
—¡La muñeca! —exclamó de repente Víctor. Al escuchar a la señora Benavides mencionando a su abuela, había recordado ese detalle—. En su cuadro vi una muñeca de trapo igual a la que tenía mi abuela…
—Oh, la muñeca… Me había olvidado de ella. Era mía, y cuando conocí a tu abuela, que era una pequeña encantadora en aquél entonces, se la regalé. Se puso feliz, eso lo recuerdo muy bien.
—¿Usted conoció a mi abuela?
—¡Claro! La cargué en mis brazos incluso. Era muy linda.
—Pero, ¿sabía mi abuela algo de todo esto?
—No. Tu bisabuelo nunca se atrevió a contárselo. Le hubiera roto el corazón. Cuando él murió, un par de años después del último Rito, en 1946, tu Familia se quedó sin Regente. No podíamos permitir que todo se echara a perder, pero tu abuela no nos inspiraba confianza. Se negaría, de eso estábamos seguros. Y ni hablar de tus padres…
—Así que…
—Así que quedaste tú como única opción. Te teníamos vigilado constantemente, hasta que en un momento de descuido te perdiste del mapa. Eso fue hace poco más de un año.
—Sí —asintió Víctor pensativo—, estuve en el exterior haciendo una especialización. Pero volví…
—Hace una semana —terminó la anciana por él—. Nos diste un buen susto. Pero todo ha salido bien y estamos agradecidos por ello.
—¿Y ahora qué va a pasar?
—Bueno, si te refieres a cuál es tu parte en todo esto, ya te lo dije: necesitamos tu sangre.
A Víctor se le heló el corazón.
—Pues tómela —atinó a decir—. Ya me dieron un buen golpe en la cabeza y tengo la cara llena de sangre. ¡Tome un poco!
La anciana no pudo dejar de sonreír un poco por la ocurrencia.
—No es tan fácil, Víctor Tejada. La sangre debe provenir de la palma de tu mano izquierda… Oh, y por cierto, olvidé mencionarte otro detalle. Es algo así como un requisito en el Rito de Perpetuación y una de las razones por las cuales el Regente de cada Familia debe tener un sucesor en quien depositar el secreto.
—¿De qué se trata? —preguntó Víctor cada vez más alterado.
—Es muy simple: uno de nosotros morirá.



Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Octubre de 2010.

4 comentarios:

✿ Belle ✿ dijo...

:O quién? por qué?! por belcebú!!!! donde esta esa puerta dices? me hace falta la verdad jajaja :D (tengo una larga lista de personas que no me importaría "meter" en la "puerta" esa que huele mal... jiji), como siempre, ¡no puedo esperar por la siguiente parte! ^^

Calavera dijo...

Jajaja De verdad, Belle, que no caería mal tener una "puerta" de esas a mano de vez en cuando. XD

Mañana lunes la cuarta y última parte. :) Prepárate para el final... ;)

Gracias por leerme! :D

PAOLA RUIZ dijo...

Las descripciones y la forma de narrar me hacen sentir como si estuviera ahi.Terriblemente buena esta la historia!!! Tranquilamente podria estar escrita por uno de los grandes del terror,que no me hubiera dado cuenta de la diferencia.

Calavera dijo...

Muchas gracias por tus comentarios, Pao. :)

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