viernes, 25 de febrero de 2011

Nuevas Adquisiciones (H. P. Lovecraft)

Ahora recién empiezo lo que espero sea una buena colección de este escritor mítico (he leído mucho de él, pero no tenía nada en mi biblioteca). Hasta hoy, el Horror de Dunwich sigue siendo mi relato favorito, así que fue una muy grata sorpresa encontrar el martes pasado un pequeño ejemplar de la editorial Alianza Cien igual a ese que leí hace ya 11 años. El que fue mi primer contacto con Lovecraft. :) Y además de ese, conseguí otro libro, de Mestas Ediciones, que contiene los relatos El Color Surgido del Espacio, Dagón y La Sombra Sobre Innsmouth, con una carátula genial además. :)



En mi opinión, descubrir a Howard Phillips Lovecraft es una experiencia única. Sobre todo si has oído hablar poco o nada de él, como fue mi caso. Mi primer contacto con este maestro del terror, heredero de Edgar Allan Poe y antecesor de Stephen King (curiosamente, los tres proceden de la misma región al noreste de Estados Unidos), fue hace unos 11 años, antes incluso de conocer a Stephen King. Fue con un pequeño ejemplar de El Horror de Dunwich, de la editorial Alianza Cien. Es decir, el que sale en la foto. Era lo único que había de él en la biblioteca de la universidad. No sé si el nombre del autor me sonada, pero sí sé que el título me llamó la atención. Lo presté, y lo devoré esa tarde en un santiamén. :D

Era tan distinto a los relatos de terror o misterio que había leído hasta ese entonces... Quedé fascinado. Con el tiempo fui buscando más relatos de Lovecraft en otras bibliotecas (supongo que he leído casi 50), pero esta historia siempre fue mi preferida. Por supuesto (y esto lo saben todos los que hayan ahondado en la obra de Lovecraft), entre más relatos lees, la sorpresa se va perdiendo porque la temática es siempre similar. No obstante lo cual la magia y el misticismo que rodea a este autor nunca desaparece.

Ahora me he enterado de que Valdemar (la misma editorial que tiene la exclusividad de Danza Macabra, de Stephen King) publicó hace unos años la narrativa completa de H. P. Lovecraft en dos espectaculares tomos de 800 y 900 páginas respectivamente. Con escritores como Poe y Lovecraft, cuya obra es en su mayoría relatos cortos, lo ideal es tener un libro de obras completas (de hecho, ese mismo día le eché el ojo a uno de Poe, editado por DeBolsillo, que contiene 49 relatos :P ), pues si se pone uno a buscar, encontrará recopilaciones tanto con relatos que uno anda buscando, como con relatos que uno ya tiene en otras antologías. De todas formas, esos tomos de obras completas deben ser dificilísimos de conseguir por estos lares. Y además, supongo que le quitaría la diversión de la búsqueda al asunto. XD

¡Lovecraft rules! :)

miércoles, 23 de febrero de 2011

La Torre Oscura V: Lobos del Calla, de Stephen King

AVISO IMPORTANTE: Esta entrada puede contener SPOILERS.

Roland Deschain y su ka-tet viajan hacia el sudeste a través de los bosques del Mundo Medio. El camino les lleva a él y sus compañeros hasta el Calla Bryn Sturgis, una tranquila comunidad de granjeros y rancheros en las fronteras del Mundo Medio. Más allá de este pueblo se encuentra Tronido, de donde procede la más terrible de las amenazas: los lobos.

En el Calla, los viajeros se encuentran con el padre Callahan, otro refugiado de nuestro mundo. Él también es uno de los protectores de la Torre Oscura, en particular de un solar de la Segunda Avenida de Manhattan donde crece una sola rosa roja.

Los lobos de Tronido se están acercando y por primera vez los habitantes del Calla Bryn Sturgis, entrenados e inspirados por el coraje de Roland y su ka-tet, van a luchar.

Recuerdo lo inalcanzable que me resultaba la Torre cuando encontré los dos primeros volúmenes hace ya más de ocho años. Eran los únicos que había en la biblioteca, y a pesar de que busqué por cielo y tierra, los otros dos publicados no aparecían por ningún lado. Tiempo después tuve la suerte de conseguir el cuarto (que tuvo que esperar “la llegada del tres” por algún tiempo), y casi un año después un lote con los tres primeros tomos. Continué el camino, y al final del cuarto tomo se repitió la historia, sólo que esta vez la espera se debía a que la quinta entrega no había sido publicada.

Tiempo después empezó a circular por internet el prólogo de Lobos del Calla, la quinta entrega de La Torre Oscura. Devoré las 34 páginas de Arrunado con avidez, e hizo más soportable la espera. Luego de un tiempo llegó por fin Lobos del Calla a tierras colombianas. Qué genial era reencontrarse con Roland y su ka-tet una vez más… En el lapso de un año llegaron también la sexta y séptima entregas…

Ahora, tres años y medio después de haber llegado a lo alto de la Torre Oscura, algo que creí inalcanzable por mucho tiempo, he decidido hacer una relectura de esos tres tomos finales (los cuatro primeros los había leído varias veces), y es sorprendente la cantidad de detalles que uno va olvidando con el tiempo.

En Lobos del Calla la acción principal es poca (la esperada batalla con los lobos llegará muy cerca del final), pero una gran cantidad de cabos se atan en este libro. Hay muchos descubrimientos y muchas historias que hacen muy amena la lectura. Nada más comenzar nos vamos a dar cuenta de que un viejo conocido del Universo King ha ido a parar a Calla Bryn Sturgis: nada más ni nada menos que el padre Donald Callahan. Los lectores de King seguro lo conocerán y disfrutarán la historia de cómo fue a parar a ese apartado pueblo de Mundo Medio. Su historia, que abarca gran parte del libro, casi podría denominarse como una segunda parte de Salem´s Lot, la segunda novela de Stephen King, donde conocemos a Callahan por primera vez. El relato de Callahan, una de las partes más atractivas del libro, terminará por demostrar que el destino del padre estaba muy ligado al ka-tet desde tiempo atrás…

El ka-tet aparecerá en Calla Bryn Sturgis, caminando desde el noroeste a lo largo del camino del Haz, se asentará en el pueblo y accederá a la petición de un grupo encabezado por el padre Callahan: lucharán contra los lobos de Tronido que asolan al pueblo una vez cada generación...

Mientras tanto, la rosa que está en el solar vacío ubicado en la Segunda Avenida con la calle cuarenta y seis, en Nueva York, corre peligro, y Roland y compañía saben que una parte importante de la misión (si no la más importante) es velar por su seguridad. Así es como asistiremos a varios desplazamientos a la ciudad de NY (principalmente por parte de Eddie y Callahan), merced a las propiedades mágicas de cierto objeto que reposa en la iglesia del padre, en los cuales se asegurarán de que el solar, propiedad de Calvin Torre, no sea vendido a Sombra Corporation…

En el mes que pasa mientras esperan y se preparan para la llegada de los Lobos, y mientras estudian las probabilidades de éxito de esta arriesgada empresa, irán haciendo descubrimientos interesantes sobre el pueblo y pronto se darán cuenta de que no todos los habitantes son tan honestos como parecen a simple vista.

Por otra parte, Susannah espera un hijo, y una nueva personalidad (Mia, hija de nadie), tal y como sucediera en La Torre Oscura II: La Llegada de los Tres con Detta Walker, tratará de apoderarse de ella reclamando la propiedad del bebé. Roland se da cuenta muy pronto del nuevo cambio de personalidad de Susannah y de sus extraños viajes nocturnos…

Hablar aunque sea someramente de la enorme cantidad de hechos que acontecen en el quinto volumen de esta gran saga sin estropear la trama es bastante difícil. Así que baste decir que esta esperada (en su momento) quinta entrega de la Torre Oscura sin duda colma todas las expectativas de los seguidores del Maestro del Terror. Y el final, que sin duda pondrá a más de uno conteniendo el aliento, dejará el suspenso en su cota más alta para la sexta entrega, Canción de Susannah.

;)

jueves, 17 de febrero de 2011

Nuevas Adquisiciones (Sangre, de Clive Barker)

Hoy estuve curioseando por las librerías de segunda mano, donde últimamente (al tener casi todo lo del Maestro del Terror y al ser muy difícil encontrar títulos de otros autores que busco) no encuentro gran cosa que me atraiga. No obstante, hoy, para mi sorpresa, me topé con este ejemplar de Sangre, de Clive Barker, en su edición del Círculo de Lectores. En inglés Books Of Blood. :)




A decir verdad, mientras escribo esta entrada, me he hecho un lío, porque recuerdo que mi amigo el Especialista Mike puso una reseña en su blog hace poco donde hablaba de Libros de Sangre, Vol. 1. Acabo de echar un vistazo suponiendo que se trataba del mismo (en mi libro dice que el título original es simplemente Books Of Blood) y resulta que no. No, señor. No es el mismo. He tenido que consultar un poco más y me he encontrado con que en castellano la serie mencionada se ha traducido de tres diferentes maneras: Sangre, Libros Sangrientos y Libros de Sangre. ¡Todo un lío! XD

He consultado un poco para llegar a la conclusión de que mi ejemplar corresponde a Books Of Blood III. He aquí la lista de relatos:

·         La política del cuerpo
·         La condición inhumana
·         Revelaciones
·         ¡Abajo, Satán!
·         La era del deseo
·         Lo prohibido
·         La Madonna

La verdad es que he escuchado hablar muy bien de este autor. Un amigo, Mauricio Vargas, lo define de esta manera: “Barker no se pone con formalidades; va a lo que va, sin dudarlo. Es como un hachazo en la cabeza al lector. Rápido, directo, mordaz.” Y el mismísimo Stephen King dice en la contraportada: “He visto el futuro del género de terror, y su nombre es Clive Barker.

Así que, bueno, el libro tiene muy buena pinta y espero hincarle el diente muy pronto. No he leído nada de él y ya me están llamando mucho la atención algunos títulos que vi por ahí, sobre todo Hellraiser

;)

domingo, 13 de febrero de 2011

EL REGRESO DEL DESTINO - (Parte 3 de 3)


EL REGRESO DEL DESTINO
(Parte 3 de 3)



12

—¿Y bien? —dijo el hombre—, ¿qué dices? Estás muy callado. ¿Se te comieron la lengua los ratones? Porque si es así, muchacho, eso está muy pasado de moda.
Yo no atiné a contestar. Su convencida afirmación me había dejado de piedra. Pensaba que mi pasado, y la culpa que este conllevaba, habían quedado bien enterrados. Pero esta parecía haber sido exhumada por ese desconocido salido de la nada.
El negro me miraba con una ladina sonrisa. Comencé a pensar rápidamente, tratando de hallar una salida. Pero el hombre tenía razón. Era culpable, era un asesino. De nada valía que lo siguiera negando. No tanto a él, sino a mí mismo. El destino, luego de diez largos años, había decidido que era la hora de ajustar las cuentas, y se había hecho presente en la forma de aquel hombre negro de edad indefinible, ataviado con su traje oscuro y su sádica y sarcástica sonrisa.
A lo mejor había llegado la hora de hacerle frente a lo que había estado tratando de olvidar todo este tiempo. Era la hora de enfrentar mi destino.
Respiré profundo y le sonreí.
—Está bien —dije—, ¿qué es lo que quiere?
—Eso me gusta, Freddy, muchacho, que seas hombre y aceptes lo que hiciste.
—Oh, no, yo no he aceptado nada. Sólo quiero saber qué es lo que desea de mí. Estoy cansado, quiero llegar a casa y acostarme a dormir. Hoy fue un día muy agotador.
—Eso a mí me trae sin cuidado, muchacho, y no trates de pasarte de listo conmigo tratando de restarle importancia al asunto. Te has pasado todos estos años viviendo muy campante como si fueras una santa paloma. Es hora de que pagues.
—¿Pagar qué? —dije, tragando saliva, pero tratando de aparentar tranquilidad—. No sé a qué se refiere. Yo no hice nada.
—¡Claro que lo hiciste! Te portaste como un maldito cobarde sinvergüenza, olvidaste tu responsabilidad y terminaste haciendo pagar a los tuyos por tu estupidez —me espetó el negro. Su sonrisa había desaparecido.
Mi compostura empezaba a derrumbarse como un castillo de naipes. Tenía un nudo en la garganta. Sorprendentemente, el miedo se había desvanecido. Sólo sentía un desapegado temor que a mí mismo me extrañaba. Ni siquiera me había parado a pensar detenidamente de dónde había salido aquel hombre, dónde estaban los demás pasajeros, o por qué el exterior era una profunda negrura. Lo único que pasaba por mi cabeza era el fuego. No podía dejar de ver las llamas lamiendo las ruinas de la casa de mis padres, donde había quedado enterrada la vida de los míos, mi verdadera vida, devorada por el devastador fuego.
En cierto modo, me sentía tranquilo. Quizá una parte de mí mismo había estado escondida todos aquellos años esperando ser juzgada…, ansiando ser juzgada. Y llegado el momento, ese fragmento de mí se sentía liberado.
—Bueno, está bien. ¿Qué es lo que quiere?
—Es muy sencillo, Freddy, muchacho. Simplemente tienes que pagar con la misma moneda: tu vida. Ese es el precio.
Sentí un vacío en el estómago y, aunque no tenía forma de saberlo, creo que palidecí.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso quiere matarme? —pregunté, esbozando una nerviosa sonrisa.
—No —dijo él, sonriendo a su vez—. No tengo ningún interés en arrebatar una vida que no tiene ningún valor para mí. Digamos… que le estoy haciendo un favor a un amigo.
—¿Un amigo? ¿Cómo es eso de “un favor a un amigo”?
—Eso a ti no te incumbe. Además, no soy yo quien te va a matar.
—¿Ah, no? ¿Entonces quién lo hará? —interrogué, con el ceño fruncido.
—Tú mismo. Quiero que lo hagas tú mismo. Ese es el precio, y te aseguro que es un precio bastante aceptable. De hecho, te va a salir barato, Freddy, muchacho.
—¿Quiere que me suicide? ¡Vaya!
—Ajá. Es eso, más o menos.
—¿Y cuándo será eso? No querrá que lo haga aquí mismo…
—Oh, no. No te preocupes. Tienes un año. En un año volveré y me aseguraré de que lo hayas hecho. De lo contrario… —su grave voz se convirtió en un terrorífico y gutural gruñido, y sus ojos adquirieron una tonalidad rojiza—, ¡lo lamentarás! ¡Te aseguro que lo lamentarás!
Sus rasgos se acentuaron, su boca se había convertido en una sucia y desagradable abertura llena de puntiagudos colmillos. Sus ojos eran una masa roja sin iris ni pupila. Se incorporó y extendió una mano, que ya no era una mano, sino una garra de largas uñas, y me agarró por el cuello de la camisa, acercándome a su horrible cara. Me observó atentamente, mientras yo intentaba digerir lo que estaba pasando, luchando contra el horror que me embargaba y tratando de decidir si todo eso en verdad estaba sucediendo o si se trataba de una diabólica pesadilla.
—¡No olvides! —gruñó—. ¡Tienes un año!
Acto seguido, pasó su otra garra por mi rostro, y una repentina somnolencia se apoderó de mí.
Me desvanecí.


13

Mientras escribo estas líneas, observando inquieto el poco papel que me queda y lo gastado que está este viejo lápiz, sigo sin decidir qué hacer. Sigo pensando que todo fue una fantasía creada por mi mente febril.
Esa noche desperté sudoroso y aterrorizado. Me encontraba aún en el autobús. Miré a mi alrededor angustiado, pero los otros pasajeros me dedicaron una desinteresada mirada, para seguir cada uno sumido en sus pensamientos. Todo parecía indicar que no había pasado nada. Incluso mi mente comenzó a tratar de convencerme de que todo había sido un mal sueño. Una terrorífica e inquietante pesadilla.
Traté de calmarme.
Cinco minutos después me bajé del autobús y me encaminé a casa, con la cabeza nublada por la incertidumbre. Me debatía tratando de decidir si todo eso había ocurrido en verdad o si me estaba volviendo loco. Cuando llegué a casa, descubrí extrañado que la luz del pasillo de entrada estaba encendida. Me acerqué lentamente mirando a todas partes en busca de algún intruso, pero sólo los insectos nocturnos quebraban el silencio. Llegué a la puerta, y el horror volvió a mí.
Justo encima del pomo había una nota sujeta con un clavo. No tuve que cogerla para ver lo que decía.
Escrita con tinta roja, o al menos eso parecía, y una estilizada caligrafía, la nota rezaba: “No lo olvides. Un año.
Mañana se cumple el plazo.


14

Seguí adelante con mi vida. No tenía otra opción. Traté de olvidar el incidente y hacer de cuenta que nada había pasado. Esperaba que en algún momento el hombre se presentara de nuevo, pero todo siguió su curso normal por varios meses. El trabajo mantuvo mi mente ocupada. La rutina continuó.
Excepto por dos cosas.
Por un lado, jamás volví a tomar el autobús de las siete menos diez. Me quedaba un rato por ahí, haciendo tiempo hasta que fueran las siete y treinta, hora en que pasaba el siguiente automóvil.
Por otro lado, nunca más volví a quedarme dormido.
Día tras día traté retomar mi vida, tal y como había hecho diez años antes. Me decía a mí mismo que todo era una fantasía, que esas cosas no pasaban en la vida real. Y así fue durante un tiempo. Casi un año en realidad.
Pero hace tres días, al observar que se acercaba la fecha indicada, descubrí que estaba engañándome de nuevo. Todo fue real. Tal vez en una realidad paralela o qué se yo. Pero todo ocurrió, y aquí está la prueba, a mi lado.
El papel está amarillento y la letra se ha ido borrando un poco, pero aún puede leerse con claridad: “No lo olvides. Un año.
Mañana, 27 de mayo de 1974, se vence el plazo.


15

Tengo miedo. Bueno, en honor a la verdad, estoy aterrorizado. Sólo tengo dos opciones. Hacer lo que me dijo el hombre negro…, o esperar a ver qué me tiene preparado aquel ser de pesadilla, y eso es algo que no quiero descubrir.
No obstante, creo que si decidí comprar este revólver y su respectiva munición, no fue tanto por pagarle a aquel hombre lo que me pidió. Sino más bien porque quiero cobrarme a mí mismo por lo que hice. Fui un cobarde. Asesiné a mi familia y huí como un cobarde. Y alguien así no merece vivir, de ninguna manera.
He puesto el cañón del revólver en mi boca, sólo para probar qué se siente, y definitivamente no es nada agradable. El sabor del hierro en tu boca te da náuseas. No te lo recomiendo. Lo dejé allí por un par de minutos y me provocó arcadas. Supongo que es el sabor de la muerte.
Me queda menos de media página de la última hoja, y ya me duelen los dedos de sostener este pequeño lápiz.
He escrito estas páginas no tanto en espera de que alguien las lea, porque creo que nadie me creería y dirían que estoy loco; o de creerme, pensarían que lo que me sucedió lo tenía bien merecido.
Las he escrito como una forma de liberarme un poco, de depositar en ellas toda la culpa que me carcome, exorcizando en parte los demonios que me atormentan.
En fin. Creo que sólo me queda escoger. Morir por mi propia cuenta, o vivir y esperar el despiadado juicio del destino. Sea cual sea.
Me queda sólo una línea por delante, y creo que ya decidí lo que voy a escribir en ella, lo que quiero hacer.
Yo… elijo morir.

 

Epílogo

Sentado en un tronco a la vera de una pequeño camino secundario, un hombre negro como la noche, con un traje igualmente negro, se encontraba silbando alegremente, haciendo bailar una brillante moneda de oro en los dedos de su mano derecha. La moneda giraba de un lado a otro con rapidez, reflejando tenuemente la luz de la luna. Adquirió más velocidad, hasta parecer un dorado espejismo en medio de la noche. De repente, los dedos del hombre se detuvieron. Empuñó la moneda por un momento, y luego la depositó en un bolsillo de su chaqueta.
Parecía esperar a alguien.
Pocos minutos después, un apuesto joven, que vestía jeans y chaqueta negra, apareció por un recodo del sendero, caminando tranquilamente. También silbaba.
El negro lo observó con mirada divertida. Cuando llegó a su altura, el joven se detuvo y se quedó mirándolo a su vez, con las manos en los bolsillos y actitud despreocupada.
—¿Y bien? —preguntó el joven.
—Está hecho, hijo. Te lo prometí, ¿no?
—Sí, es cierto. ¿Lo comprobaste?
—No fue necesario. Tengo otros medios, como bien sabes, y me he enterado al instante. Está muerto. Se pegó un tiro en la cabeza.
—¡Vaya! Esperaba que a lo mejor no lo hiciera y así pudieras divertirte un poco con él.
—Sí, es una pena —contestó el negro sonriendo, y sus ojos despidieron un brillo rojo que destelló en la oscuridad, iluminando su rostro y descubriendo su diabólica apariencia.
—Sí, una pena —repitió el joven.
—Pero obtuviste lo que querías, hijo, y de la mejor forma. Sin manchar tus manos. Además, lo que me darás a cambio será para tu propio beneficio. Tu lealtad y servicio serán recompensados con tal poder y sabiduría que tu mente mortal aún no alcanza a comprender.
El joven sonrió y miró pensativo las estrellas. La luz de la luna iluminó por un momento su rostro, antes de esconderse tras un cúmulo de nubes. Tenía una mata de largo cabello negro recogida en una cola, una tersa piel blanca y una marca con forma de huella dactilar en su mejilla derecha. Era apuesto, bastante apuesto, a pesar de la quemadura cicatrizada que cubría toda su mejilla izquierda y parte de su cuello.
—Bueno, ¿qué tal si vamos a dar un paseo por el pueblo, William?
El joven bajó la vista de nuevo y le sonrió al hombre del traje negro, que ya se había incorporado.
—Como usted ordene, Mi Señor —dijo.


FIN



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Junio de 2010.

sábado, 12 de febrero de 2011

EL REGRESO DEL DESTINO - (Parte 2 de 3)


EL REGRESO DEL DESTINO
(Parte 2 de 3)




5

         Creo haber dicho ya que el destino, tarde o temprano, termina por encontrarte. Estoy convencido de ello. Fue algo que también comprendí aquel 27 de mayo. El destino es algo ineludible. Puedes huir de él, esconderte…, hasta cambiarte el nombre. Y aun así el ruin destino termina sacándote de tu agujero.
         Soy un asesino, en eso tenía razón el maldito negro. Asesiné a mi familia. A mi padre, a mi madre… y a mi único hijo. Los maté a todos.
         Pero permítanme decir algo en mi defensa. No lo hice a propósito; fue un accidente. Un desafortunado accidente.


6

         Mi historia es sencilla. No quiero extenderme mucho. No sólo porque me duele muchísimo recordarla, sino también por algo bastante prosaico: sólo me quedan tres hojas de papel y el lápiz con que escribo estas líneas está muy gastado.
Empezaré diciendo que me casé muy joven. Tenía sólo diecisiete años cuando decidí proponerle matrimonio a mi novia. Ella era un año menor que yo y la había conocido en el instituto. Estábamos enamorados, así que cuando le propuse que nos casáramos y nos fuéramos a vivir juntos, ella aceptó de inmediato. Por supuesto, nuestros padres no estaban de acuerdo. Lo curioso es que cuando les dije lo que me proponía, no sólo no se enojaron, sino que la idea les causó gracia. Me preguntaron que de qué iba a vivir, que cómo pretendía sostener una familia si apenas acababa de terminar la secundaria y no tenía trabajo. Ya saben, las preguntas comunes en esta clase de situaciones.
Yo, como terco que era, no les hice el menor caso. Un mes después Silvia y yo nos casamos ante un notario y huimos. Así de simple. Éramos felices y con eso nos bastaba. Yo conseguí trabajo en una empresa de calzado, y ella uno de secretaria a medio tiempo en una agencia de bienes raíces. No lo hacíamos tan mal después de todo.
Dos meses después, Silvia quedó embarazada. Cuando me anunció que iba a ser padre, creí morir de dicha. La abracé con todas mis fuerzas y le prometí infinidad de cosas para ella y el bebé. Nueve meses después nació el pequeño William.
Aunque no me crean, y lo hayan escuchado un millar de veces, les aseguro que era el bebé más hermoso que he visto en mi vida. Tenía una tersa piel blanca, una tupida mata de cabello negro y una marca de nacimiento en la mejilla derecha, que parecía una pequeña huella dactilar. Era precioso, se los aseguro. Era realmente adorable.


7

He escuchado que algunas madres sufren de una depresión postparto que se extiende por un par de meses, o más en algunos casos. Dicen que sienten un vacío inexplicable, o una repentina tristeza en el momento menos esperado. Nunca supe si se trató de eso, o si verse convertida en esposa y madre con apenas diecisiete años la abrumó de alguna manera, pero Silvia cambió enormemente su forma de ser luego del nacimiento del pequeño William. Se volvió retraída, malgeniada y era poco cariñosa con el bebé. Lo amamantaba y lo atendía como cualquier madre, pero se mostraba muy poco afectuosa con él y lo regañaba cuando se ponía a llorar en mitad de la noche. Yo miraba impotente cómo la persona que más había amado en mi vida se convertía en una completa extraña ante mis ojos.
Todo sucedió muy rápido.
Luego, un día de finales de noviembre, al llegar del trabajo, encontré un nota pegada al refrigerador: “Me voy para siempre, Freddy. Cuida del pequeño. Te quiero.
Me quedé petrificado en medio de la cocina, mirando estúpidamente aquel pedazo de papel, como exigiéndole más explicaciones. Por supuesto, no las hubo. Mi esposa se había ido para siempre, así de simple.
Luego de un rato, subí a nuestra habitación y comprobé que Silvia se había llevado sus cosas. Lo que decía la nota era real.
Después, fui a la habitación del pequeño William, que estaba cerca de cumplir su primer año de edad, y me quedé largo rato observándolo dormir plácidamente. Lloré en silencio. Me sentía abatido, sin fuerzas para seguir adelante. Pero el dulce rostro de mi hijo me dio las suficientes energías para reponerme del golpe. Él dependía ahora de mí. Sólo éramos él y yo. Nadie más.
No obstante, al sentirme tan solo y sin el apoyo de mi esposa, decidí ir a casa de mis padres. Supongo que no les sorprendió verme. A lo mejor esperaban que tarde o temprano regresaría, pues nunca se habían tomado el trabajo de buscarme. El caso es que me recibieron como si hubiera estado ausente un par de días.
Cuando les presenté a William, lo acogieron con inmensa alegría y se olvidaron de todo lo que había pasado entre nosotros. Nunca me preguntaron qué había pasado con Silvia. Tal vez lo sospechaban, pero no les importó.
Se sentían felices con su pequeño nieto.


8

Pero yo no me sentía feliz. A pesar de mi firme decisión inicial, el golpe me había desestabilizado más de lo que pensaba. Caí en una profunda depresión, y lentamente descargué mi responsabilidad en mis padres. Poco a poco me desentendí de mi hijo. Extrañaba a mi esposa. Aunque en un principio pensé que sabría sobrellevarlo, la añoraba cada día de mi vida. Era la única persona que había amado, y una parte de mí sentía que mi hijo me la había arrebatado.
Sí, ya sé. Pensarán que estoy loco. Quizá lo esté. Pero con Silvia había pasado los días más felices de mi vida, y no podía dejar de sentir que mi hijo tenía parte de la culpa. De que ella cambiara, de que se volviera fría y distante, y de que finalmente me abandonara sin más despedida que una pequeña nota pegada en el refrigerador.
Poco a poco, año tras año, yo también me convertí en un hombre retraído, irascible y amargado. Quería a mi hijo, sí, pero una parte de mí también guardaba resentimiento con él. Empecé a beber. Luego perdí mi trabajo, y me dediqué aun más a la bebida. Mis padres dejaron de dirigirme la palabra, no obstante lo cual permitieron que siguiera viviendo con ellos y continuaron ocupándose de William, que a esa altura había cumplido ya nueve años.


9

Una noche de octubre de 1963 llegué a casa borracho hasta la médula. Era más de medianoche y ya todos estaban dormidos. Entré lo más silencioso que mi embriaguez me lo permitía y subí al cuarto de mi hijo. Dormía tranquilamente. Era apuesto. Muy guapo en verdad. Se parecía mucho a su madre. Lo observé varios minutos con una mezcla de sentimientos que aún ahora no logro entender. Lo quería, como les he dicho, pero también sentía un extraño rencor hacia él. Borracho como estaba, comprendí lo irracional que me había vuelto. Era un estúpido. Había perdido a mi mujer, pero aún tenía un hijo que esperaba que su padre velara por él y lo sacara adelante. Que le diera el cariño que su madre nunca le había dado. Una mujer que abandonaba a su pequeño hijo de un año no valía la pena. Seguro que no. Y yo culpaba a mi hijo por ello.
Me sentí desgraciado. No podía creer que me hubiera convertido en una sombra de mi mujer. En un impulso inesperado, me acerqué a la cama y abracé a mi hijo, procurando que no se despertara. Rompí en llanto, mientras le prometía una y otra vez que cambiaría, que de ahora en adelante sería el padre que él se merecía, que todo iba a mejorar. Luego me incorporé y lo observe una vez más. Seguía dormido.
Después de un rato, me dirigí a la cocina. Estaba hambriento, así que calenté unas sobras del almuerzo en la estufa de gas y me encaminé a la sala de estar a ver televisión un rato. Estuve más de dos horas pasando canales con mirada estúpida. Finalmente, apagué el televisor y salí al patio trasero a fumar un cigarrillo.
Me paré en medio del patio y miré al cielo. Estaba despejado y la luna menguante iluminaba tenuemente la noche. Me sentía más tranquilo. En paz conmigo mismo. En paz con mi promesa y con mi firme propósito de cumplirla.
Busqué un cigarrillo y lo puse en mi boca, sonriendo. A continuación saqué una caja de cerillas y cogí una. Antes de prenderla, mi último pensamiento fue para mi hijo William. Te amo, pensé, te amo muchísimo, y de ahora en adelante voy a demostrártelo.
Encendí la cerilla, y esa fue mi perdición.


10

Una devastadora explosión destruyó la casa casi hasta los cimientos, impulsándome cinco metros hasta una de las paredes del patio. No perdí el conocimiento, pero el golpe me dejó aturdido unos minutos. Cuando me recuperé un poco, observé horrorizado cómo las llamas lamían las ruinas sin ningún control. El sonido del fuego era intimidante.
La comprensión llegó a mí como una despiadada y arrolladora avalancha, y los alcances de lo que había hecho me dejaron sin aliento, presa de un terror sin nombre. Lo que había pasado era el resultado de mi estupidez, era como un tétrico colofón a todos aquellos años de descabellada incertidumbre. El hecho de que mi mujer me abandonara de repente había desestabilizado mi vida hasta sus cimientos y yo, en vez de levantar la cabeza y seguir a adelante, había actuado como un imbécil, olvidando por completo mi responsabilidad.
En medio de mi borrachera, había dejado abierta la llave del gas y este había estado propagándose por toda la casa como una peste mortífera por casi tres horas. Cuando quise encender mi cigarrillo, mi destino y el de los míos, que había estado pendiendo de un hilo por más tiempo del que pensaba, se deslizó hacia la oscuridad. Más tarde pensaría que lo que sucedió estaba decidido mucho antes de encender esa fatídica cerilla. Que el destino se había resuelto mucho tiempo atrás, en el momento en que huí de mi responsabilidad, perdiendo mi trabajo y abandonándome a la bebida. Creo que ese fue el verdadero detonante de la tragedia.
Me quedé congelado por varios minutos, observando cómo el fuego devoraba lo que quedaba de la casa donde había pasado los últimos ocho años. El hogar donde había vivido durante casi toda mi vida. A pesar de que sabía lo que había hecho, una parte de mí seguía negando la realidad con loca testarudez. Miré a mi alrededor esperando con temor que alguien apareciera, pero al parecer los vecinos tenían esa noche un sueño más profundo de lo normal.
Entonces el horror se apoderó de mí. Un frío recorrió mi cuerpo, mientras comprendía lo que me esperaba en caso de que se supiera la verdad. Podía pasar el resto de mi vida encerrado en una celda. Un millar de posibilidades pasaban por mi cabeza como un loco huracán, no obstante lo cual mi cuerpo se negaba a moverse. Luego llegó el pánico y empecé a llorar, llevándome las manos a la cabeza como un desquiciado.
Creo que a fin de cuentas fue la sirena la que me espabiló. Su constante ulular empezó a oírse en la lejanía, apagado en parte por el rugir de las llamas. Corrí.
Sé que dirán que soy un maldito cobarde, y tienen razón, pero en ese momento me sentí en un callejón sin salida. Me sentí atrapado. Así que corrí.
Corrí huyendo de mi destino.


11

Por lo menos, eso fue lo que pensé en ese momento. Pero el destino tenía otros planes.
El resto de la historia daría para un centenar de páginas más, pero no me quedan suficientes hojas ni el ánimo para contarla. Baste decir que huí, me escondí, y seguí huyendo con el pánico pisándome los talones.
Finalmente fui a dar a este apartado pueblo, y poco a poco me forjé una nueva vida. Fue difícil, muy difícil, pero esos últimos años los había vivido en una especie de loca fantasía. La vida había adquirido un aire de irrealidad que hasta ese momento empezaba a descubrir. Entonces traté de seguir pensando de forma egoísta. Culpé a mi esposa de todo y en cierta forma me desentendí del asunto. Enterré la culpa como si me estuviera deshaciendo de un putrefacto y maloliente cadáver, y seguí adelante como un prófugo de mi vida, de mí mismo…, de Freddy Villa.
Me cambié el nombre e hice de cuenta que todo había sido una oscura y descabellada pesadilla.
Y lo hice bastante bien, todo hay que decirlo. Tanto, que yo mismo terminé por creer mi mentira, dándole la espalda a ese pasado.
Ángel Torres se convirtió en un jornalero a sueldo, bastante simpático y trabajador, aunque algo distante. Quien lo veía decía que era un hombre tranquilo que trabajaba para vivir, y vivía para trabajar.
Una linda historia, ¿no les parece?
Y así pasaron diez años. Supongo que me dieron por muerto, víctima también del incendio que destruyó mi casa, ya que nadie vino nunca a pedirme cuentas, y cuando mi propia conciencia intentaba hacerlo, en esas frías noches en que la mente parece divagar por senderos nada agradables, yo hacía la vista gorda, como suele decirse. Y me decía a mí mismo: soy Ángel Torres, un tranquilo pueblerino dedicado al trabajo. Algo aburrido, de hecho. Pero un buen hombre a fin de cuentas.
Creo que incluso la vida pareció empezar a sonreírme después de un tiempo, como si ella misma hubiera terminado convenciéndose de mi inocencia.
Llegué a sentirme feliz. Descaradamente feliz.
Hasta aquel 27 de mayo de 1973.


Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Junio de 2010.

viernes, 11 de febrero de 2011

EL REGRESO DEL DESTINO - (Parte 1 de 3)

Este relato (publicado originalmente en Ka Tet Corp. en Junio de 2010), al igual que RENACER, tuvo su semilla en una imagen que me rondó por la cabeza durante mucho tiempo.

Había comenzado el relato en dos veces, pero la idea no cuajaba. Entonces, un día, empecé a reescribirlo por tercera vez, ahora en primera persona… ¡y funcionó! O al menos eso espero. ;)

Puesto que el relato tiene una extensión de 6.300 palabras, he decidido publicarlo en tres partes para una más cómoda lectura.

Espero que lo disfruten. :)



EL REGRESO DEL DESTINO
(Parte 1 de 3)



 
1

Todos los días, sin excepción, me quedaba dormido en el asiento del autobús.
El trayecto desde la Granja del Tío Tom (nombre tan insulso como inadecuado, ya que el propietario se llamaba Simón y no tenía sobrinos), en la cual trabajaba cultivando alubias y patatas, hasta la pequeña casa que tenía en las afueras del pueblo era larguísimo y muy accidentado. El automóvil siempre traqueteaba y protestaba con su sonido mecánico por el estrecho camino de tierra, como un viejo cascarrabias cansado de la vida.
Pero eso a mí no me molestaba… En la noche, por supuesto, que era cuando me quedaba dormido. Por la mañana, aún sin amanecer y acabado de bañar con un agua heladísima, el autobús me hacía temblar como una marioneta epiléptica manejada por un hombre aquejado de mal de Parkinson.
Por el contrario, en la noche me dormía nada más arrancaba el autobús. Sin excepción. Agotado hasta los huesos luego de una dura jornada, aprovechaba los cincuenta y cinco minutos que tardaba el viaje para darme un pequeño descanso. Creo que el cuerpo humano, luego de un largo periodo de estricta rutina, adquiere una especie de reloj biológico, porque todas las noches, como por ensalmo, me despertaba unos cinco minutos antes de llegar a mi destino. Unas veces tranquilo, otras asustado, sin saber muy bien dónde estaba ni por qué mi lecho se movía de esa manera, despertaba justo cuando la colina donde se ubicaba mi casita empezaba a vislumbrarse en el oscuro horizonte.
A esa altura eran casi las ocho de la noche, y los tranquilos campos sólo se veían perturbados por el bulloso artefacto y el estridente chirriar de los grillos, que sólo se callaban ante el paso el vehículo.
A mi alrededor, los pocos pasajeros que quedaban, campesinos y sirvientas en su mayoría, dormitaban apaciblemente o miraban al frente con la boca abierta y una mirada vacua, casi alienados luego de la larga y agotadora jornada.
Recuerdo que a esa hora siempre éramos los mismos. Diecinueve cuando me subía a uno de los diez autobuses que había en el pueblo; conmigo completábamos veinte. Cuando despertaba sólo me encontraba con otros seis pasajeros. Ya nos conocíamos, e incluso intercambiaba un gesto de saludo con un par de ellos, para luego acomodarme en el mismo asiento de siempre, el cuarto del pasillo izquierdo, y tomarme la susodicha siesta.
Pero el 27 de mayo de 1973 fue otra historia.


2

Mi madre solía decir que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Fue algo que pude comprobar aquel 27 de mayo.
Esa jornada fue especialmente agotadora. Teníamos que abastecer la creciente demanda del municipio, que por esos días gozaba de cierto auge gracias al buen manejo que el nuevo alcalde le estaba dando a la producción agrícola de la región, por lo que no dábamos abasto con los tiempos de entrega de nuestros productos. Ese día no hubo hora de descanso. Quince minutos para almorzar, uno para mear, y seguimos dándole al azadón los unos, recolectando la cosecha los otros. Fue un día para olvidar, sobre todo por el agobiante sol que esa tarde estuvo en todo su esplendor.
No obstante, terminamos antes de lo esperado y pudimos irnos a casa a la hora habitual; exhaustos, pero con la tranquilidad del trabajo terminado. El autobús pasó tan puntual como siempre, a las siete menos diez de la noche. Más tarde desearía que el trabajo se hubiera prolongado un poco más y así haber perdido el autobús. Aunque siempre pienso que lo más probable es que el destino me hubiera buscado un poco más tarde. Supongo que no había manera de escapar. El destino, tarde o temprano, termina dando con tu paradero.
Ahora que lo pienso detenidamente, nada indicaba que fuera a pasar algo extraño esa noche. No necesitaba hacer un conteo para darme cuenta de que cuando me subí al autobús estaban los mismos diecinueve desaliñados individuos de siempre. Tampoco fue como en las historias de suspenso, en las que el protagonista huele algo raro en el aire o tiene extrañas sensaciones premonitorias.
Eso no pasó conmigo.
Saludé con una inclinación de cabeza al sujeto alto del primer banco de la derecha, y luego a la joven y humilde mujer que siempre se ubicaba en el asiento contiguo al mío. Ella me respondió con la dulce sonrisa de siempre. Me senté y me puse cómodo, en la medida en que era posible sentirse cómodo en aquellos gastados asientos. Miré por la ventanilla, a mi derecha, cómo iban desapareciendo los últimos vestigios de luz en el horizonte. Las amplias praderas tenuemente iluminadas me daban cierta sensación de bienestar, de paz. Me sentía a gusto en aquel lugar. Trabajaba duro, extrañaba mucho a mi familia, pero la tranquilidad que se respiraba en aquellos parajes no tenía precio. En las frías noches de invierno, la soledad me atenazaba como una despiadada mortaja. Daba vueltas en mi cama pensando en los míos, en los seres que había dejado atrás para buscar suerte en aquél apartado municipio. Pero al llegar la mañana me sentía como nuevo, y los tristes pensamientos de la noche anterior se despojaban de su importancia.
Me gustaba la apacible vida del campo. Sin bullicio, estrés ni contaminación. La tecnología brillaba por su ausencia. Según decían, había sólo dos televisores en el pueblo. Uno en la casa del alcalde y otro que pertenecía a un rico hacendado que vivía a unos tres kilómetros de la Granja del Tío Tom. Se rumoreaba que había uno más en casa del párroco, pero nadie tenía pruebas fehacientes al respecto.
En fin... Lo importante era que todas las carestías se veían recompensadas con creces por la belleza de aquellos campos. Me gustaba especialmente pararme en el vano de la puerta, recién levantado, y ver cómo la claridad del día iba llegando paulatinamente. Cerraba los ojos y escuchaba el tempranero canto de las aves. Su alegre trinar me llenaba le corazón y me hacía olvidar la soledad, mientras una suave brisa acariciaba mi rostro.
Me sentía feliz de estar vivo.


3

A esta altura, como podrán imaginar, ya me había quedado dormido.
Recuerdo que ese día soñé. Nunca soñaba mientras viajaba en el autobús. Simplemente me quedaba dormido y despertaba en las condiciones que he descrito más arriba: tranquilo o desubicado. Pero nunca soñaba.
Ese día soñé que estaba en la azotea de un alto edificio. Alguien me perseguía, pero no sabía quién ni por qué. Estaba aterrorizado. Miraba en todas direcciones, pero no había ninguna escapatoria. Sólo me quedaba saltar o enfrentarme a mi perseguidor. Sentía el corazón encogido, daba vueltas en todas direcciones tratando inútilmente de hallar la forma de escapar, mirando una y otra vez por encima de mi hombro hacia la puerta por donde había entrado. Esta se hallaba entornada y dejaba escapar una opaca luminiscencia proveniente del interior. En un momento dado, los bordes del edificio empezaron a estrecharse ante mi incrédula mirada. Parecía fruto de un efecto óptico. Empecé a retroceder, viéndome empujado de forma inexorable hacia el sitio del que quería escapar. Sentía el cuerpo bañado en sudor, me ardían los ojos y el corazón parecía querer escapar de mi pecho.
Sin saber qué hacer, opté por la única posibilidad que tenía: di media vuelta en dirección a la puerta de la azotea. En la entrada de esta, recortada por la luz del interior, había una silueta negra que me observaba. Estaba inmóvil, no obstante lo cual pude ver cómo se iba acercando hasta tenerla a un palmo de distancia. Entonces, por alguna razón, cerré los ojos.
En ese momento, sentí que una mano me sacudía enérgicamente el hombro.
Desperté.


4

         Pero tenía los ojos tan fuertemente cerrados, que por un momento permanecí así. Respiraba afanosamente tratando de recuperar la compostura. Sin duda alguna, el maldito sueño me había descompuesto. Mi corazón aún latía desesperado.
Poco a poco, mi pulso y mi respiración se fueron normalizando. Estaba a punto de abrir los ojos, cuando noté que el autobús no se movía. Agucé el oído tratando de percibir lo que sucedía a mi alrededor, pero había un silencio desconcertante. Es verdad que los demás pasajeros no solían modular palabra en todo el trayecto, ya fuera por cansancio o por timidez campesina, qué se yo. Pero sí era usual escuchar ronquidos, toses, alguna flatulencia, cosas por el estilo. No obstante, el autobús parecía estar completamente vacío. Concluido esto, abrí los ojos y eché un rápido vistazo alrededor.
Tenía razón, el vehículo se hallaba vacío. Excepto por un hombre, el más negro que he visto en mi vida, que me observaba tranquilamente desde el asiento posterior. Vestía traje negro, con camisa y corbata negras. Estaba sentado de costado, con la espalda en la ventanilla y su brazo izquierdo apoyado en el espaldar del asiento, mirándome como si tal cosa con una alegre sonrisa. Era negro, como dije, y tenía la cabeza pulcramente rasurada.
Recuerdo que en un primer momento me quedé mudo. No acertaba a decir nada, a pesar de que mi cabeza bullía como un torbellino. Eché un nuevo vistazo a mi alrededor y comprobé que, en efecto, estaba solo con aquél extraño sujeto. Miré por la ventanilla, y mi corazón se encogió. A pesar de que el vehículo estaba iluminado como de costumbre, el exterior era una negrura total. No se distinguía nada en absoluto. Ni el más tenue resplandor de alguna bombilla a lo lejos, ni siquiera la luz de las estrellas. Todo era oscuridad total.
Mi lengua pareció salir de su bloqueo. Iba a decir algo, no recuerdo qué, cuando el hombre habló con una voz grave:
—Hola, Freddy.
—¿Qui-quién es usted? —logré preguntar—. ¿Y por qué me dice Freddy? Yo no me llamo así.
—Oh, vamos, Freddy. No empecemos tan rápido con las mentiras. A mí no me engañas.
—¿Quién es usted, y adónde se fue todo el mundo?
—No te importa quién soy, y tampoco te gustaría saber adónde se fue todo el mundo. Créeme —dijo el hombre, haciendo un gesto con la mano, como quitándole importancia—. Lo primordial aquí es quién eres tú. Creo que sería genial que dejáramos eso bien claro.
—¿A qué se refiere con eso?
—Freddy, Freddy, muchacho. ¿A quién quieres engañar? —el negro sonreía de oreja a oreja. Parecía estar divirtiéndose mucho. Yo, por el contrario, empezaba a sentirme muy mal. No entendía nada. ¿Qué demonios hacía aquél sujeto allí? ¿Qué pretendía, y por qué me llamaba Freddy?
Eso es, pensé, dejemos bien clara esa parte de una buena vez.
—¿Por qué me llama Freddy? Yo no me llamo así. Soy Ángel Torres —dije, muy seguro de mí mismo—, y si quiere hablar conmigo, algo que, por cierto, aún está por verse, será mejor que me llame por mi nombre.
Entonces el negro profirió una sonora y escalofriante carcajada que me puso los pelos de punta, y que pareció extenderse por varios minutos.
—“Ángel” —dijo, por fin, en tono sarcástico—. Esa sí que estuvo buena, muchacho. No me reía tanto desde hace siglos. ¡Ángel! Demonios, qué ocurrencia. Entre todos los nombres habidos y por haber, tenías que escoger precisamente ese. —Se limpió unas inexistentes lágrimas—. Freddy, muchacho, a mí no me engañas. Sé que no eres ningún “ángel”. Sé muy bien lo que hiciste.
Sentí un vacío en el estómago. Eso no me gustaba nada.
—Mire, si se refiere a aquel asunto del Día del Trabajo, no yo tuve nada que…
—No, Freddy, no tiene nada que ver con eso y tú lo sabes.
—Yo no sé nada. Ni siquiera sé por qué estoy hablando con un maldito extraño. Creo que mejor me voy. Iré caminando el resto del trayecto —dije, haciendo ademán de levantarme.
—¡No! ¡De eso nada! —exclamó el hombre, y su simpática y divertida expresión mudó en una gélida y autoritaria mirada—. ¡De aquí no te mueves!
Y, en efecto, sentí que mis miembros se paralizaban. No respondían. Me sentí atado al asiento por una invisible fuerza que me atenazaba.
—¿Quién es usted y qué quiere de mí? —pregunté, cada vez más asustado.
—Ahora sí nos entendemos, Freddy, muchacho —dijo el negro, sonriendo de nuevo—. Mira, ¿qué tal si dialogamos como personas civilizadas? Estoy aquí porque tienes una deuda pendiente. Y he venido a cobrarla.
—Pero ¿qué dice? Usted ni siquiera me conoce.
—Claro que te conozco. Te llamas Freddy Villa y eres un asesino.


Continuará…



Publicado originalmente en Ka Tet Corp. por Calavera en Junio de 2010.

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